viernes, 21 de septiembre de 2018

À la prochaine, Lomé


Pensándolo fríamente, creo que sí. Lo era. Era una necesidad. Un ansia viva que me corroía por dentro, de siempre. Y llegó el momento de hacerlo. En abril decidí que iba a dedicar tres semanas del verano enteramente a unos niños (no sabía que tan pequeños, confieso). Y ahí empezaron los preparativos: dónde ir, en qué idioma hablar, con quién iba a ir… Y me tiré a la piscina: a Togo, hablando en francés y sola. ¿Qué podía salir mal? Aparte de la segunda dosis de la vacuna de la rabia, claro.

Vuelos, vacunas (ya os he adelantado una de ellas), ropa, recogida de material para los niños, botiquín… y muchas ganas. La verdad es que no hace falta mucho para irte para allá. Ahora lo sé. Cuatro camisetas, tres pantalones y dos pares de zapatillas. Con eso salvas, tranquilamente, tres semanas. Y si te pones tonto te traes unos pantalones y una camiseta sin poner J  Nota mental: mejor ropa estampada que se ven menos los manchurrones.

El 26 de julio me fui para allá. Creo que no estaba muy nerviosa. O puede que sí. La verdad es que no lo recuerdo. Llegué a Accra, capital de Ghana, de madrugada. ¡Estaba en África! El coche era de aquella manera, el hostel donde me quedaba era raro, no podía beber agua del grifo y me moría de sed… ¡Y resulta que Accra es Europa comparado con Togo!

Blablacar para ir a Togo, pasar la frontera a Lomé, empezar a hablar en francés… ¡Se me cruzaron los cables! No sabía si entendía, si no entendía… y ahí empezó todo. Eso era África. Lo que había ido a conocer. La experiencia desde cero. Sin contacto con nadie no togolés. La aventura. Esa con la que había soñado tanto tiempo.

A los dos días fui a conocer el orfanato, a mis niños, a esos con los que pasé tan buenos ratos Y otros más complicados.  Ese orfanato que está un poco manga por hombro en el que se pueden hacer taaaantas cosas. Ese lugar en el que aprendí (¿o quizá recordé?) que lo más valioso que tenemos es el tiempo. Que muchas veces solo tenemos que dárselo a los demás para ser felices, ellos y nosotros. Ahí corroboré la frase del jefe de una aldea a unas dos horas de Lomé: ‘Vosotros tenéis la hora, nosotros tenemos el tiempo’. ¡Qué gran verdad!

Cuando fui era escéptica con todo lo que me habían contado de la experiencia, de las emociones. No creía que fuera verdad. Yo era más fría que todos los que habían estado antes. Error de bulto. Las emociones, sentimientos, relaciones, amistades… todo lo que haces allí, es otra realidad. Es la realidad africana. Hace algo más de un mes que volví y sigo pensando todo aquello. En mi vida allí. En mi realidad africana. En mis niños. Sigo pensando en mi Wanda. Y para hacerlo más llevadero, tengo sus fotos por casa.

Todo es diferente. Tanto que en algún momento sí echaba de menos a alguien no africano para compartir mis experiencias, para saber si mi comprensión era limitada o es que no tenía sentido para un yobo. La cultura, la manera de vivir… no podría enumerar todo. Algo se queda en el tintero, seguro.

Los niños, cómo trabajan en casa, el papel de la mujer, la comida (no solo los ingredientes, desde la preparación hasta el comer, con la mano, a la falta de sobremesa… todo), la higiene, las conversaciones, el viajar en moto sin casco, el hecho de que su movimiento de muñeca sea contrario al nuestro, cómo les aguantan las trenzas y a mí se me caían, cómo no son cariñosos, cómo no se acarician sino que se aprietan, cómo no dan besos, cómo beben cerveza togolesa de 600ml, cómo comparten la (poca) comida que tienen, cómo les gusta que muevas la nariz (porque ellos no pueden hacerlo), cómo te miran por la calle y cómo te piden matrimonio por ser una blanquita que pasea, cómo te puedes duchar con cubos y estás igual de limpito, cómo puedes lavarte los dientes con agua embotellada en un patio, cómo puedes vivir sin espejo un mes y sobrevivir (las fotos ya dicen cuándo ibas con barro en la cara), cómo el ir con manchas pierde importancia y cómo puedes vivir sin nada y sin necesitar nada.

Siempre he sido un poco cabra. Asilvestrada un poco también. Y allí lo he sido más todavía. Ha sido una de las mejores experiencias de mi vida, si no la mejor. Desde que llegué. Pensar al cabo de tres días que me quedaban tres semanas y que parecía que llevaba dos meses. Conocer a la gente de allí, sus costumbres, sus ideas, sus reflexiones. Abrir la mente y empaparme de todo lo que pudiera. Aprender de las cosas no tan buenas, que también las hay. Conocer a gente maravillosa. Aprender a eliminar tabús. Dejarme sorprender cada día. Ver. Observar. Disfrutar. Compartir. Vivir. Entender. Pensar en cuándo volver. Y querer volver. Merci. Gracias por tanto. C’est l’Afrique.