miércoles, 7 de febrero de 2018

El ímpetu del primer salto

Ese día estaba nervioso. Muy nervioso. Me levanté con un ansia contenida en el pecho y salí a dar una vuelta para que me diera el fresco en la cara. Era febrero así que un airecillo fresco me ponía coloradas las mejillas.

Cuando volví al calor de la chimenea me lo dijeron: era el día. Lo sabía. Lo había notado desde que me levanté. Cogí los bártulos que tenía preparados, agarré a Margara del brazo y nos fuimos a la cochera. En media hora estábamos allí, expectantes.

Habían pasado seis meses desde que nos lo dijeron. ¡Nuestra hija iba a tener un hijo! Parecía ayer cuando la acunábamos a ella, sin saber cómo hacer las cosas, aprendiendo todo desde cero, mirando su carita expresiva e intentando saber qué quería cuando lloraba o cuando nos sonreía. Y ahora ella iba a ser la que iba a vivir esa experiencia.

Esos meses habían sido increíbles. Ver cómo le crecía la barriga, notar los movimientos de Lucía, poner la mano y sentir sus pies, sus manos... 

Sentía que la conocía ya. Sabía cómo iba a ser todo: qué haría y cómo pasaría. El proceso iba a ser largo, no lo iba a poner fácil, pero saldría con ímpetu y con ganas de hacer cosas. Iba a ser una persona inquieta y eso lo íbamos a ver desde el principio. Querría conocer todo. Sería risueña y nos encandilaría con su sonrisa desde el principio.

No me confundí ni un poquito. Lucía vino al mundo de un salto. Y siguió saltando siempre. Llegó sin llorar y con una mueca-sonrisa dibujada en la boca.

En cuanto la vi, sentí que sabía todo sobre ella. La reconocería siempre. Fuimos con ella a una sala con más recién nacidos y vi dónde la colocaban. Segunda fila, tercera por la izquierda.

Ese día, de nervios contenidos, hicimos de anfitriones. Margara y yo. Hinchados de orgullo. Recibíamos, saludábamos y les contábamos cómo había llegado de un salto.

Los más intrépidos querían conocerla. Solo a ellos, les llevábamos a la sala con todos los niños, durmiendo boca abajo.
Cuando fuimos con mi cuñada, señalé a Lucía. Sorprendida me dijo: '¿¡Hasta por el culo la conoces ya!?'.

Segunda fila, tercera por la izquierda. Y sí, por el culo la conocía ya. Sabía todo de ella. Hasta sabía que iba a nacer saltando.


lunes, 5 de febrero de 2018

Nariz roja y un manto blanco sobre los hombros

¡Nieva! Estaba tan relajado, tomándome un café con leche, y, cuando me acerqué a la ventana, vi que caían copos gigantes, con mucha fuerza, y que el suelo empezaba a cubrirse.

Fui hacia la cocina, unté unas galletas en el café y pensé que lo bueno de no trabajar ya era que podía irme de paseo en cualquier momento. Y que eso era lo que iba a hacer.

Cogí el teléfono y llamé a su casa. Quedé en 1 hora allí. Con un poco de suerte, el suelo ya estaría blanco. A las 11 pasé por allí para recoger a Lucía. ¡Hay abrazos que te calientan el alma y Lucía era experta en darlos!

Hinchado de orgullo caminaba con ella de la mano, dando saltitos, mientras se le ponía la nariz roja y el gorro se iba cubriendo de blanco. "Abuelito, abuelito, ¡está nevando!". La sonrisa que tenía en la cara reflejaba solo una parte de lo contenta que estaba. ¿Habrá una razón científica para que la nieve ilumine tanto la mirada de un niño?

Después de 10 minutos de paseo, llegamos al parque. Los columpios, blancos. Los árboles, blancos. La arena, totalmente cubierta por la nieve. En un lateral se había acumulado la nieve más de lo normal y fuimos corriendo hacia allí. Lucía hizo una pseudo bolita y me la tiró. Yo hice otra pseudo bolita y se la lancé. Con la nieve cubriéndonos los hombros, nos pusimos a recoger toda la que pudimos para hacer un pequeño muñeco de nieve.

Mejillas sonrosadas. Sonrisa blanca. Manos rojas. Gorro blanco. Abrazos grandiosos. Esto es lo que yo llamo pasar un día estupendo.