sábado, 22 de diciembre de 2018

Por encima de las nubes

"Perspectiva". Eso me dijo mi abuelo aquel día. No recuerdo cuántos años tenía, creo que alrededor de 15 o 16. Mi vida se había derrumbado por unas cosas en el insti: una asignatura que no me salía, unos problemas con mis amigos, la chica que me gustaba no se gustaba de mi, me habían pillado fumando en un parque y mis padres me habían castigado... Lo veía todo cuesta arriba.

Pero él siempre me aconsejaba bien. Después de echarme la bronca, por supuesto. Me dijo que las cosas se ven muy mal cuando se está muy cerca, que a veces hay que alejarse para ver con claridad. Ese domingo me llevó a la montaña. A una cerca de casa a la que íbamos de vez en cuando a ver el cielo desde las alturas mientras escuchábamos el silencio. 

Ese día, mientras subíamos, bajó la niebla. No se veía nada. Teníamos que ir mirando al suelo para no caernos con las piedras. El suelo mojado de la humedad. Y tirar senda arriba. Cuando llegamos a lo alto, la niebla estaba bajo nuestros pies, en la loma de la montaña, y frente a nosotros teníamos un mar de nubes con un sol espléndido que nos cegaba los ojos. 

"¿Ves? Hay veces que todo se ve oscuro, avanzas despacio para no caerte, no tienes claro el camino... pero cuando llegas arriba, lo ves todo más claro. Y las cosas malas al cabo de un tiempo las ves mejor. Porque, aunque esté nublado, el sol siempre está ahí. Solo tienes que esperar para verlo. Y desde arriba, desde la distancia, todo se ve más claro y con mejor perspectiva". 

Unos años más tarde me acuerdo de esa niebla, de los resbalones, de las gotas cayendo por la nariz... Y de cuánto sabía mi abuelo. Porque es verdad. Al final, desde arriba, desde la distancia, mirando por encima de las nubes, sí se ven las cosas claras.




miércoles, 5 de diciembre de 2018

Miradas huidizas

Cuando era pequeño no lo entendía. Y mi abuelo no me decía nada. ¡Y mira que le pregunté!

Cuando fui más mayor me di cuenta, porque lo viví. Recordé todas aquellas veces que había visto esas situaciones en el parque mientras corría y perseguía a mis amigos.  Me gustaba una niña de clase y me pasó todo eso. Todo lo que recordaba.

Las miradas huidizas. El robo de un roce con las manos. El pensar sin querer. La risa nerviosa. Querer estar con ella siempre. La emoción de un beso en la mejilla. El miedo. Ponerme nervioso al verla. Otra vez las miradas. Darle vueltas al qué pasaría si. El no atreverme a nada. Disfrutar de cada momento con ella. Ver cómo se colocaba el pelo. Estudiar su sonrisa. Conseguir mirarle a los ojos y pensar que podía leerme el pensamiento.

Y, no recuerdo cómo, un día me atreví a darle la mano. Y las miradas huidizas pasaron a ser miradas sostenidas. Y otro día me envalentoné y le di un beso huidizo en los labios. Las sonrisas seguían siendo nerviosas. Y seguí con mariposas en el estómago. Siempre que la veía notaba ese revoloteo. Pero esas mariposas son las que me animaban cada día a ir al cole. Solo por verla.

Eso es lo que había visto siempre en el parque. Niños y niñas mayores que se miraban, se conocían, se acariciaban, se vivían. Se querían.



martes, 20 de noviembre de 2018

Todo pasa cuando quiere pasar


Y, cuando menos te lo esperas, pasa.

  • Estás a punto de dormir y se te ocurre la idea perfecta para la campaña de publicidad.
  • Cruzas la calle y al llegar a la acera pasa un coche por donde estabas hace medio segundo.
  • Ves una oferta, de refilón, y encuentras el trabajo que querías.
  • Pruebas un bar nuevo y descubres la mejor tortilla de patata de la historia.
  • Vas al médico y os hacéis amigos.
  • Visitas una ciudad y descubres el sitio con el que habías soñado tantas veces.
  • Conoces a alguien y se te da la vuelta al estómago.
  • Ves un anuncio de perritos abandonados en la basura y ya tienes un nuevo compañero de aventuras. 
  • Pruebas el helado de turrón y se convierte en tu favorito.
  • Viajas el finde de peor climatología y tienes solazo.
  • Haces una carrera y aguantas toda la noche sin dormir.
  • Comienzas a picotear el pan antes de comer y terminas el postre con una cita para hacerte un tatuaje de hermanas.
  • Te dejas llevar y conoces un nuevo país.
  • Empiezas a garabatear y decides escribir una novela.
  • Te lanzas a la cocina y descubres que no se te da tan mal.
  • Ves una estampa chula y haces un fotón.
  • Coges un día el tren para ir al trabajo y comienzas una nueva vida con la chica del asiento de enfrente.
  • Empiezas ese libro y no puedes dejarlo.
  • Te levantas un día y descubres que tienes una nueva ilusión.


Mi abuelo tenía razón. Las cosas pasan cuando menos las esperas.





lunes, 29 de octubre de 2018

¡Un gamusino !

Era un sitio espectacular. E iba con él. Mi abuelito siempre me llevaba a los sitios más molones del mundo. Era un senderito entre árboles, con hojas en el suelo. Marrones y amarillas. Resplandecientes. Crujientes. El agua corriendo por los laterales y cayendo sobre nuestras capuchas desde los árboles. El cielo gris. El amanecer acechando. Llevaba mis botas de agua y el chubasquero. A él le tapaba una capa enorme. A nuestras espaldas, unas mochilas con unos bocatas y unas cantimploras (y un cacho de chocolate que había encontrado en un cajón en la cocina). La linterna en la mano hasta que saliese el sol. Y el tiempo. Teníamos todo el día para caminar sobre ese sitio de cuento.

Y, mientras caminábamos cantando, lo vi. Saltó de un arbusto a mi lado y corrió delante de mí, cruzando el camino, y se metió en un agujero de uno de los árboles al otro lado. Se me abrió la boca. Mucho. No había visto nunca uno.

Miré a mi abu y le pregunté, chillando, si era lo que yo creía. "¡¡¿¿Un gamusino??!!" Había ido muchos días en el pueblo a cazar y no había visto nunca ninguno y acababa de pasar por delante de mí.

Ágil. Peludo. Con cola larga. Ojos vivarachos. Y hocico de gato. Patas  que corrían un montón. Y saltaba. ¡Vaya salto pegó!

Fui corriendo al agujero a mirar. Me agarré al borde y, de puntillas, escudriñé dentro. No vi nada.

Mi abuelo vino y me aupó. Así veía mejor. Pero nada. Ya no estaba. No sé qué hizo. Cómo desapareció. Fue increíble. Lo había visto. Delante de mí. Tan bonito. Tan misterioso. Tan difícil de encontrar. ¡Y había visto uno!

Tuve una sonrisa en la boca todo el día. No dejé de contarle cómo me había saltado casi encima, cómo casi le había tocado y cómo corría. Cómo iba a salir otra noche a cazarlos solo para verlo de nuevo.

Cuando llegamos a casa se lo conté a todos. Les dije que lo había acariciado y que me había mirado desde el agujero. Les conté cómo se paró en medio del camino y nos miró mientras se rascaba el hocico.

Sigo acordándome del gamusino. De ese día de cuento. De cómo mi abuelo nunca me dijo que había sido una gineta. Que los gamusinos no existen. Pero ese día fui feliz. Y en algún momento aprendí que la imaginación nos puede llevar a sitios que nunca fueron pero que sin ella no vamos a ningún lado. Y sigo acordándome del gamusino. Porque, a mis taitantos, sigo creyendo en los gamusinos. En ese gamusino.

jueves, 11 de octubre de 2018

¿Locura transitoria?

Podría decir que éramos unas niñas, pero ya no. Teníamos pelo en pecho. Un día de conversación profunda. Hablando de cosas serias. De la vida. De la intensidad de lo que pasaba a nuestro alrededor. Y llegamos a una conclusión.

Todos estamos locos. A unos se les(nos) nota más. Y a otros se les(nos) nota menos. Cada uno que se coloque en el bando en el que mejor encaje.

Pero, ¿qué es es estar loco?

En Chile, loco es un molusco de carne comestible, pero dura, que se come guisado. En otros países latinoamericanos también se utiliza, en femenino, para hablar de una mujer que mantiene relaciones con varios hombres pero ninguna estable. Estas definiciones no nos valen para el tema en cuestión. Pero vienen bien como culturilla general.

Centrándonos en esa conversación, de esa tarde en un parque otoñal, rodeadas de hojas marrones y amarillas que cubrían el suelo, buscamos en la RAE las acepciones que podrían englobar a la mayoría de los mortales:

1. Que ha perdido la razón.

2. De poco juicio, disparatado e imprudente.

3. Dicho de una persona: entusiasmada o muy contenta. Loco de alegría.

4. Que siente gran amor o afición por alguien o algo. Está loca por Juan.


Venga, vale. Sí. Todos estamos locos. De una manera o de otra. Hacemos cosas sin pensar. Nos dejamos llevar. No siempre, pero alguna vez... ¿quién no ha hecho una locura?

Recordamos conversaciones pasadas. Hechos memorables. Y otros no tanto. Cosas confesables. Y otras inconfesables. Historias propias. E historias contadas. Nuestros recuerdos. Y los de los demás. Nuestras locuras. Y las de los otros. Hechos planeados. O repentizados.

Un viaje. Una salida nocturna. Una carrera. Un paseo. Una montaña. Unas cañas. Un "de perdidos al río". Un "no sé cómo qué". Un "hemos venido a jugar".  Un dejarse llevar. Un dejarse quedar.

Esa tarde de octubre, bajo una lluvia repentina, por fin, (nos) entendimos.

Son mil cosas. Cientos de opciones. Decenas de decisiones. Pequeñas. O grandes. Nuestras locuras. Esas que nos hacen ser así. Locos. Pero felices. 


martes, 9 de octubre de 2018

Intensa como la calima

Esos días en los que te pones a pensar, algo que no pasa a menudo, y decides buscar el significado de la palabra con la que la definirías: intensa.

Según la RAE, intenso tiene dos acepciones:

1. Que tiene intensidad
2. Muy vehemente y vivo

Vale. Con estas dos acepciones me quedaría con la segunda, porque viva está... pero el adjetivo que la define es más 'que tiene intensidad'. Así que entramos en un bucle infinito... o no.

Intensidad: grado de fuerza con que se manifiesta un agente natural, una magnitud física, una cualidad, una expresión, etc.

En este punto, creo que la intensidad es alta. Mirando alrededor percibes la calima (polvo o arena en suspensión cuya densidad dificulta la visibilidad), esa neblina que la persigue allí donde va.

Darlo todo siempre. Boca más rápida que las ideas. Primaria. Mente en continuo movimiento. Planes constantes. Intensa. Desde chica. Y hasta ahora. Y no tiene pinta de cambiar. Solo sé que hay que quererla como es. Que no es poco. 




viernes, 21 de septiembre de 2018

À la prochaine, Lomé


Pensándolo fríamente, creo que sí. Lo era. Era una necesidad. Un ansia viva que me corroía por dentro, de siempre. Y llegó el momento de hacerlo. En abril decidí que iba a dedicar tres semanas del verano enteramente a unos niños (no sabía que tan pequeños, confieso). Y ahí empezaron los preparativos: dónde ir, en qué idioma hablar, con quién iba a ir… Y me tiré a la piscina: a Togo, hablando en francés y sola. ¿Qué podía salir mal? Aparte de la segunda dosis de la vacuna de la rabia, claro.

Vuelos, vacunas (ya os he adelantado una de ellas), ropa, recogida de material para los niños, botiquín… y muchas ganas. La verdad es que no hace falta mucho para irte para allá. Ahora lo sé. Cuatro camisetas, tres pantalones y dos pares de zapatillas. Con eso salvas, tranquilamente, tres semanas. Y si te pones tonto te traes unos pantalones y una camiseta sin poner J  Nota mental: mejor ropa estampada que se ven menos los manchurrones.

El 26 de julio me fui para allá. Creo que no estaba muy nerviosa. O puede que sí. La verdad es que no lo recuerdo. Llegué a Accra, capital de Ghana, de madrugada. ¡Estaba en África! El coche era de aquella manera, el hostel donde me quedaba era raro, no podía beber agua del grifo y me moría de sed… ¡Y resulta que Accra es Europa comparado con Togo!

Blablacar para ir a Togo, pasar la frontera a Lomé, empezar a hablar en francés… ¡Se me cruzaron los cables! No sabía si entendía, si no entendía… y ahí empezó todo. Eso era África. Lo que había ido a conocer. La experiencia desde cero. Sin contacto con nadie no togolés. La aventura. Esa con la que había soñado tanto tiempo.

A los dos días fui a conocer el orfanato, a mis niños, a esos con los que pasé tan buenos ratos Y otros más complicados.  Ese orfanato que está un poco manga por hombro en el que se pueden hacer taaaantas cosas. Ese lugar en el que aprendí (¿o quizá recordé?) que lo más valioso que tenemos es el tiempo. Que muchas veces solo tenemos que dárselo a los demás para ser felices, ellos y nosotros. Ahí corroboré la frase del jefe de una aldea a unas dos horas de Lomé: ‘Vosotros tenéis la hora, nosotros tenemos el tiempo’. ¡Qué gran verdad!

Cuando fui era escéptica con todo lo que me habían contado de la experiencia, de las emociones. No creía que fuera verdad. Yo era más fría que todos los que habían estado antes. Error de bulto. Las emociones, sentimientos, relaciones, amistades… todo lo que haces allí, es otra realidad. Es la realidad africana. Hace algo más de un mes que volví y sigo pensando todo aquello. En mi vida allí. En mi realidad africana. En mis niños. Sigo pensando en mi Wanda. Y para hacerlo más llevadero, tengo sus fotos por casa.

Todo es diferente. Tanto que en algún momento sí echaba de menos a alguien no africano para compartir mis experiencias, para saber si mi comprensión era limitada o es que no tenía sentido para un yobo. La cultura, la manera de vivir… no podría enumerar todo. Algo se queda en el tintero, seguro.

Los niños, cómo trabajan en casa, el papel de la mujer, la comida (no solo los ingredientes, desde la preparación hasta el comer, con la mano, a la falta de sobremesa… todo), la higiene, las conversaciones, el viajar en moto sin casco, el hecho de que su movimiento de muñeca sea contrario al nuestro, cómo les aguantan las trenzas y a mí se me caían, cómo no son cariñosos, cómo no se acarician sino que se aprietan, cómo no dan besos, cómo beben cerveza togolesa de 600ml, cómo comparten la (poca) comida que tienen, cómo les gusta que muevas la nariz (porque ellos no pueden hacerlo), cómo te miran por la calle y cómo te piden matrimonio por ser una blanquita que pasea, cómo te puedes duchar con cubos y estás igual de limpito, cómo puedes lavarte los dientes con agua embotellada en un patio, cómo puedes vivir sin espejo un mes y sobrevivir (las fotos ya dicen cuándo ibas con barro en la cara), cómo el ir con manchas pierde importancia y cómo puedes vivir sin nada y sin necesitar nada.

Siempre he sido un poco cabra. Asilvestrada un poco también. Y allí lo he sido más todavía. Ha sido una de las mejores experiencias de mi vida, si no la mejor. Desde que llegué. Pensar al cabo de tres días que me quedaban tres semanas y que parecía que llevaba dos meses. Conocer a la gente de allí, sus costumbres, sus ideas, sus reflexiones. Abrir la mente y empaparme de todo lo que pudiera. Aprender de las cosas no tan buenas, que también las hay. Conocer a gente maravillosa. Aprender a eliminar tabús. Dejarme sorprender cada día. Ver. Observar. Disfrutar. Compartir. Vivir. Entender. Pensar en cuándo volver. Y querer volver. Merci. Gracias por tanto. C’est l’Afrique.




jueves, 19 de julio de 2018

Dulces sueños de gominola

Regalices rojos, fresas y tiburones. Ella pasó su infancia dedicándose al noble arte de degustar gominolas. Daba igual cuándo y cómo, si era un finde o era un cumpleaños. Y él siempre estaba allí, guardándole las que más le gustaban. Llenándole bolsas y bolsas de sueños dulces.

Chupachups, gominolas con azúcar o jamones. Había siempre de todas las formas, colores y tamaños. Valían tanto para arreglar un mal día como para endulzar uno bueno. Si estabas triste, las comías llorando. Y, si estabas contento, las engullías sonriendo.

Bolsas transparentes o de colores. Cajas. Cestas. O en la mano.  

La tienda de gominolas. La tienda de chuches. Más grande o más pequeña. Daba igual. Era su tienda.

Ella, de pequeña, tenía la duda de con quién viviría si a sus padres les pasaba algo. ¿Viviría con su madrina que tenía una casa con gominolas? ¿O viviría con él, su padrino, que tenía la tienda de gominolas? Preocupaciones de la infancia. Elecciones que, por suerte, nunca tuvo que tomar.

Hoy, años después, se acuerda de todas esas cosas. De las tardes de domingo en la tienda. De las visitas a su casa, de pequeña y de mayor. De las llamadas por cumpleaños. O de las llamadas porque sí. De las gominolas. Esas que le acompañaron de pequeña y que todavía le ayudan a alegrar un día triste.

Regalices, bolas de azúcar, fresas... Siempre le gustaron más las de color rojo. Y él lo sabía, pero le daba de todos los colores para que conociese nuevos sabores.

Ella sabe que su afición, o adicción, creció esas tardes en la frontera. Con esas bolsas pequeñas o grandes llenas de sueños dulces. Por esos subidones de azúcar. Por ese cariño que notaba con cada mordisco. Por ese padrino que un día su padre eligió poner en su camino.

Gracias por tanto. Gracias por todo. Gracias por endulzar(nos) la vida. Siempre. Hasta sin tienda.



jueves, 12 de julio de 2018

Observaciones nocturnas

Las luces iluminan las calles, húmedas. Una farola se refleja en un charco. Una persona camina rápido, mirando al suelo, hacia algún lugar. Se oye un ruido lejano de un motor.

Caminamos. Se siente el viento, del sur, que nos despeina el pelo.

Un niño pasa a nuestro lado comiendo un gran helado de cucurucho. Vemos una lagartija cruzar la acera.

La luz de las farolas cambia de color según giramos la calle. De blanco a naranja. Luz de monumento. Luz de pueblo.

Un pájaro aterriza, coge unas migajas y alza el vuelo de nuevo.

Seguimos andando, observando a nuestro alrededor.

Ventanas iluminadas. Persianas subidas. Persianas bajadas.

Un beso furtivo en una esquina. Una caricia robada en un pequeño giro de manos. Una mirada esquiva.

Cambia el aire. Se oye la brisa. La calle sigue mojada y nosotros caminando por ella. Aprovechando la noche. Observando(nos). Sonriendo(nos). Mirando(nos). Aprendiendo(nos). Conociendo(nos).

Las luces continúan iluminando nuestros pasos, hacia ninguna parte. La noche nos lleva hacia su final. Hacia un amanecer anaranjado y luminoso donde empezará otro día. Nuestro día.


miércoles, 4 de julio de 2018

¡Sois mis Charritas!

Y se lo conté. Tenía mucha curiosidad, le hacía ilusión y no pude evitarlo. Le relaté cómo fue todo.

"Era finales de invierno, o principios de la primavera, no lo recuerdo. Las conocí en una calle, esperando para entrar a un bar, en el bar en el que más tarde echaríamos horas y horas jugando al remy y tomando cafeses. Y ahí empezó todo.

Tardes de parques. Mañanas de instituto. Horas al teléfono. Litros en el Neuchatel. Noches en Jesuitas. Bailes en Plutos. Y después en La Hacienda. Caminos de la vergüenza. Confidencias. Chistes. Risas. Abrazos. Viajes a Carnavales. Findes rurales. Amigos. Amigas. Amores. Desamores. Viajes madrileños. Salidas nocturnas. Whatsapps. Lloros. Más horas al teléfono. Confianzas. Conversaciones sin sentido. Más bailes. Pisos de alquiler. Besos. Paseos. Viajes. Conversaciones de princesas. Cervezas. Visitas. Muchas risas. Mucha tontería.

Todo esto, y más cosas, surgieron a partir de ese encuentro en esa calle. Se forjaron en ese bar jugando al remy y en mil situaciones más. Y, años después, siguen siendo mis amigas. Da igual lo que pase. Dónde vivamos. Mallorca, Guada, Salamanca, Madrid... nos da lo mismo. Lo que unió Charrilandia, no lo rompe nadie. Ampliando la familia. O siguiendo como estábamos. Porque somos Charritas y Olé".

Así ella entendió por qué nos queríamos tanto. Por qué nos reíamos tanto y por qué queríamos vernos. Porque somos Charritas. Y, está muy bien serlo en la distancia, pero en las distancias cortas, ganamos, ¡con bebé jefazo incluido! :)


viernes, 29 de junio de 2018

Con la raja de su falda

Volvía de dar un paseo y me la encontré. Colgada como un saco de patatas enganchada por la falda en la valla del jardín y la cara a medio metro de partírsela contra el suelo. Me vio y sonrió: "¡Abuelito!"

Me acerqué intentando transmitir tranquilidad para que no se moviera mucho y no terminara de caerse pero ella estaba tan pichi colgando. "¿Me ayudas, porfitas? No puedo soltarme. Me subí por dentro, por los rosales, e intenté dar un salto muy grande desde la columna a la acera pero no me acordaba de la falda y llevo un rato colgando y me quiero ir a jugar".

La sujeté y la descolgué. En cuanto puso los pies en el suelo salió corriendo y se fue a la parte de atrás, desde donde se oían los gritos de sus amigos que estaban jugando al fútbol.

Siempre fue un poco descerebrada. Intrépida y sin miedo. Y espero que siga siendo así aunque ya no esté con ella. Que se atreva con todo pero que sepa poner las manos si va a caerse de morros. Que siga siendo mi pequeña ratoncita que corría enseñando el culo después de rajarse la falda por saltar desde donde no debía. Que siga sin tener miedo a nada. Y, sí lo tiene, que haga las cosas con miedo. Porque entonces, además, será valiente. Una ratoncita valiente.


"Casi todo lo difícil es lo que más merece la pena" 

lunes, 25 de junio de 2018

EL viaje de fin de curso

Era la primera vez que viajaba sola. Tenía 18 años recién cumplidos y era EL viaje. Acabábamos de terminar el instituto y nos esperaba el último verano sin hacer nada. Pasábamos del colegio a la universidad. Teníamos tres meses por delante para disfrutar después de los agobios de los cuatro últimos años: BUP y COU, la selectividad, las decisiones de qué queríamos ser de mayores, las primeras salidas nocturnas, los problemas de la adolescencia, la presión de la responsabilidad, los exámenes...

Pero esto había acabado. Aquel 24 de junio comenzaba nuestro verano.

Habíamos quedado a las 6.30 en la estación de autobuses para emprender la aventura. 8 o 9 horas de autobús no eran nada para lo que nos esperaba.

Hasta Ávila muchos fuimos durmiendo. Los que aguantaron despiertos se contaban la vida de los últimos dos días y también aprovechaban para hacer alguna foto a los que estaban con la boca abierta y la baba cayendo por la comisura de los labios. Alguno daba cabezazos sobre un cojín pequeño que había metido en la mochila y otros escuchaban los últimos éxitos en el walkman. Pero, al hacer la parada abulense, todo cambió. Ninguno siguió durmiendo y empezamos a disfrutar de nuestro viaje. Nos colocamos de la manera más parecida a un círculo que nos permitían los asientos y comenzamos. 


Hicimos un recorrido a través del tiempo, de nuestra historia. Cuatro años de amigos del colegio, de anécdotas de clase, de amoríos entre compañeros, de vueltas a casa a mediodía, de salidas nocturnas y de paseos por el parque. Cuando ya no se nos ocurrían más anécdotas, jugamos a la botella y al conejo de la suerte. Juegos de colegio en un autobús, donde daba más emoción.

Cantamos. Cantamos y mucho. No solo canciones de la época, también del pasado: canciones de campamento, canciones de los 80 y alguna que nos acordábamos de principios de los 90. Y volvimos a jugar: beso, verdad o atrevimiento. Y recordamos más anécdotas de esos años. Nos reímos de las chorradas. Y lloramos porque todo se hubiera acabado. Porque cada uno íbamos a estudiar una carrera y nos íbamos a separar. Pero al momento nos daba igual.

En las paradas hasta llegar a Benidorm bajábamos y saltábamos agarrados como una piña, y volvíamos a reír. Y subíamos de nuevo, continuando nuestra aventura. Y, sin darnos cuenta, el autobús se detuvo, en su última parada del viaje. Salamanca - Benidorm.

Nos esperaban 7 días de vacaciones. Solos. Sin padres. Sin preocupaciones. Sin estudios. Sin responsabilidades. 7 días de los 3 meses que nos quedaban por delante.

Ese viaje, que comenzó en autobús, continuaba en tierra firme. Sin ruedas. Sin movimiento. Pero seguía. Hasta que, en 168 horas, cogiéramos el bus de vuelta. 168 horas para nosotros. Lo que pasara en Benidorm, se quedaría en Benidorm. Y en el habitáculo del bus a Salamanca donde, seguro, recordaríamos todos los detalles de ese primer viaje. De NUESTRO viaje.





martes, 12 de junio de 2018

¿Por dónde empezar a buscar?

Cuando tenía catorce años quería jugar
y cuando cumplía quince quería molar.

Con dieciocho quería poder votar
y a los diecenueve conducir para poder viajar.

A los veinte mi objetivo era salir
y a los veintiuno solo me quería divertir.

Llegué a la treintena y quería un trabajo para vivir
y a los cuarenta buscaba tener tiempo para mí.

A los cincuenta buscaba entretenerme
y a los sesenta solo pensaba en jubilarme.

A los setenta mis nietos eran mi predilección
y a los ochenta  quería que mis hijos me prestarán atención.

Ahora con noventa me doy cuenta de que siempre estuve buscando. Si pudiera cambiar algo, sería eso: me centraría en buscar bien. Buscaría dentro, dentro mí, porque ahí estaba todo. Eso me habría permitido disfrutar (más y mejor) de lo que tenía fuera.

"La vida está hecha de esos pequeños momentos que hacen que disfrutemos: 
la familia, los amigos, una flor, o muchas margaritas, una cena, una sonrisa, un paseo bajo la luz de la luna, una caricia, un abrazo, una mirada... Y todo eso solo lo podemos apreciar si miramos desde el corazón". 



#SabiduriaAbuelil

jueves, 31 de mayo de 2018

Mi abuelo si que sabe

Os he hablado de mi abuelo muchas veces. Era una persona especial. Muchas cosas me recuerdan a él: los dientes de león, el manzano, un beso espachurrado en la mejilla, la señal de la cruz, un vasito de vino a la hora de cenar, una mirada amorosa, una mano con las venas marcadas...

Y muchas veces las situaciones me llevan a él. A su memoria. Y cojo esa notita que me dejó, una vez, escondida debajo de la almohada.

"Ratita, no te olvides nunca de quién eres. Ayuda a los demás en todo lo que puedas. Ten una sonrisa en la cara. Pero ten siempre esta máxima en la mente: hay que ser hermano pero no primo".

Y ahí estamos. Leyéndole. Y recordándole.


#SabiduriaAbuelil

martes, 15 de mayo de 2018

Aire pedrizo

Respirar. Aire puro.
Inspirar por la nariz. Hinchar los pulmones. Oler. Espirar.

Observar.
El azul del cielo. El blanco de las últimas nieves. El verde de los pinos y las escobas. El gris de la piedra.

Inspirar.
Sentir.
Mirar.
Pensar.
Soñar.
Espirar.

Inspirar.
Observar.
Meditar.
Disfrutar.
Felicear.
Espirar.
Vivir.

Pequeños placeres. Mucha vida.


jueves, 26 de abril de 2018

#NoEsNo

Para ti. Para mí. Para ella. Para ellas. Para las que fueron. Y para las que vendrán.
Da igual dónde estés, cómo estés o con quién estés. 
No es no.
Da igual que hayas salido del bar.
Da igual que hayas ido de paseo.
Da igual que estés en su cama. 
Da igual que estés en tu casa.
Da igual que estés en un portal. 
Da igual que estés en un parque. 
Da igual donde estés. 
No es no. 
No importa lo que haya pasado entre vosotros. Ni lo que no haya pasado. 
No es no. 
Estar al lado de alguien en el bus no implica que te tenga que tocar la pierna.
Estar sentado al lado en un tren no implica que te tenga que rozar con su brazo.
Pasear por la calle no implica que nadie te piropee. 
Dormir en el mismo sofá después de una fiesta no conlleva que te tenga que tocar. 
Que te hayas liado con alguien no implica que eso tenga que volver a pasar.
Ir con alguien después de tomar unas copas no significa que vaya a pasar algo entre vosotros.
Salir con alguien de un bar no implica que te lo tengas que tirar. Ni a él ni a sus amigos.
No es no. 
Y, muchas veces, no hay ni que decirlo en voz alta. La actitud lo implica.
Porque no es normal que muchas mujeres hayamos vivido situaciones de abuso, o incluso de violación. Y que nos callemos. Que pensemos que algo habremos hecho. Que sintamos que la culpa es nuestra.

Porque no lo es. La culpa es del que lo hace. Y la vergüenza es que se salga impune de ello. Que una mujer denuncie, se atreva a hacerlo, vaya a la justicia y que ésta sea todo menos justa. Que se entienda que por su actitud ante la situación se vea que no hay violación. Que se juzgue que siguió con su vida. Porque hay que seguir adelante. Para olvidar o para seguir. Para seguir viviendo.

Lo que se juzgaba es lo que pasó. Y es que ella dijo no. Y dio igual. Se dio por hecho que el hecho de estar allí implicaba que no es sí. Y no. No hay más. Ella dijo no. Y no es no.




lunes, 23 de abril de 2018

¿Me cuentas un cuento, abuelito?

Ese era mi momento favorito. Cada vez que iba a su casa, las noches eran especiales. Me sentaba con él en la cama, cogía un libro del salón, se lo daba, y me contaba un cuento.
Daba igual el volumen que cogiera, el cuento siempre era diferente. Siempre tenía uno preparado.
Me contaba historias de príncipes y principesas, de dragones y mazmorras, de cuevas y ladrones. Se disfrazaba con la manta para parecer una bruja, simulaba luchas entre gladiadores y leones y paseaba por la habitación mientras recorría 100 leguas siguiendo miguitas de pan. Me contó la  historia de Coki, el rey del corral, y de los Trotamúsicos. Viajamos en submarino, visitamos la luna en cohete y salimos a buscar miles y miles de gamusinos.
Con sus cuentos visité más de 100 países, pasée por decenas de playas y vi cientos de atardeceres mientras el viento me revolvía el pelo.
Gracias a sus cuentos mi imaginación tenía vida propia. Gracias a esas noches quería aprender a leer, muy rápido. Quería haber aprendido a leer ayer. Aprendí a leer en voz alta y moviendo las manos con los signos de las letras, a gran velocidad, para pasar rápido de página y saber qué pasaba en el libro que tenía entre manos.
Leía en la cama. Leía en el sofá. Leía en el baño. Leía y leía.
Imaginaba la vida en otros países. Investigaba con Los Cinco. Vivía aventuras con Puk. Estudiaba en internados en Inglaterra a principios del siglo XX. Compartí la vida con los gorilas en centros de investigación de la selva africana. Daba la vuelta al mundo en 80 días. Sabía todo sobre la gallina. Y aprendía cosas sobre el lobo. Cogía un avión que me llevaba a un rancho de Texas y de ahí iba en furgo a Alaska y bajaba en bicicleta a Usuhaia.
Me encantaban las historias. Sus historias. Él me contaba los cuentos y yo los adornaba. Él me leía y yo imaginaba.
Por esas noches de cuentos, leo, leo y leo. Leo porque me gusta. Leo para aprender. Leo para imaginar. Leo para viajar. Leo para olvidar. Y también leo para recordar. Leo para vivir. Leo para pintar en mi cabeza el mundo de los colores que quiero. Porque con él aprendí que leer es soñar con los ojos abiertos.


lunes, 16 de abril de 2018

¿Sabes cómo se dibuja un sol?

"Abuelo, ¿sabes lo que me ha pasado hoy?", me dijo mientras pintaba en un folio.
"¿En el cole?", le contesté mientras ojeaba una página del periódico.
"No, en el cole hoy. En clase no ha pasado nada. Solo que en el recreo jugamos al pilla-pilla y me la quedé mucho rato. Sergio corría mucho y no le pillé ni una vez", comentó en voz baja mientras seguía dibujando, cambiando de un color a otro. Miré su obra de arte: creo que estaba intentando dibujar un sol pero plasmar algo en un papel no es un don de esta familia, aunque a él se le daba mejor que a mí, desde luego.
Al cabo de unos minutos, empezó a contarme una historia: "En el parque antes, abuelo, en el tobogán. Vino el niño del chándal del fútbol. Nos habíamos enfadado porque un día me empujó y me caí. ¿Ves esta costra?" - dijo mientras se señalaba un codo raspado - "Fue su culpa. Pero hoy ha venido a jugar conmigo. Y me ha dado un poco de su chocolatina. Así que creo que ya somos amigos de nuevo".
Y nada más. Así acabó la conversación ese día. Y así se zanjó el tema.
Unos días más tarde me fijé con quién jugaba en el parque: su nuevo más mejor amigo era el niño del chándal. Corrían por todos lados, jugaban al escondite y se tiraban globos de agua.
Con él aprendo las cosas importantes que nos rodean. Olvidar lo que no sirve para nada, el pasado que ya no podemos cambiar. Sonreír y disfrutar de cada momento con la eternidad que dura. Correr en el parque. Recibir el aire en la cara mientras deslizas tobogán abajo. Y a dibujar soles: siempre con ojos y una enorme sonrisa.



miércoles, 4 de abril de 2018

Azul, profundo e infinito

"Es azul, muy azul. Profundo, muy profundo. E infinito". Así me lo definía cuando le preguntaba por el mar.

Mi abuelo siempre me dijo que era un sitio para caminar, para oler, para sentir, para oír, para disfrutar. Y eso hacía él.

Caminaba por la orilla mientras el sol le ponía rojo primero y morenito después. Olía el salubre a la vez que le salían pecas por todo el cuerpo. Sentía la arena en las plantas mientras el agua le mojaba los pies. Oía las olas mientras miraba al infinito. Y disfrutaba como nadie de estos pequeños momentos.

Y eso intento hacer yo. Me acerco. Lo veo. Lo huelo. Lo siento. Lo paseo. Y también me salen pecas, como a él. Camino. Disfruto estos momentos, como él hacía, siempre que puedo.

Mar de primavera o de verano. Azul, profundo e infinito. Mar de otoño. Y mar de invierno.




jueves, 8 de marzo de 2018

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? #8M

Tú. Sí, tú. Ahora a lo mejor ya no te acuerdas de todas las cosas que me contaste a lo largo de estos años, pero vuestra vida nos ha llevado a donde estamos. A este día.

Me hablaste de la vida en el pueblo, de cómo vivías con tus hermanos y cómo vivías en casa. Me contabas cómo tu padre se sentaba en el sofá y veía cómo tu madre hacía las tareas del hogar. Cómo los hermanos iban al campo y les llevabais la comida y os quedabais a trabajar con ellos durante la tarde, volviendo a casa al anochecer para preparar la cena y que estuviera todo listo para cuando ellos llegaran.

Tú. Sí tú. También me contabas cómo se pavoneaban los chicos a vuestro alrededor y cómo no podíais decidir con quién os casabais. Me hablaste de cómo tu hermana tuvo 4 hijos porque dios no quiso más cuando su marido quería tener un equipo de fútbol, pero no podía rechistar.

Ella también me explicó que la vida en la ciudad no era muy diferente. Manolo gritaba a María y le pedía las zapatillas al llegar a casa. Y María no podía salir sola a la calle. No porque le fuera a pasar algo: Manolo no la dejaba. Manolo llevaba el dinero a casa mientras María la adecentaba y cuidada a sus hijos. Hijos que eran más de ella que de él si solo tenemos en cuenta la atención que Manolo les prestaba.

Él me contó lo que había vivido de pequeño: su madre era maestra hasta que él nació. En ese momento, dejó de ejercer en la escuela para ejercer en casa, y ya nunca volvió a trabajar. Cuando quiso hacerlo, ya estaba mayor. Él vivió en su casa la misma situación que muchos otros.

Tú, sí tú. También me contaste cómo cambiaron las cosas. Cómo la vida que viviste de pequeña te marcó y tomaste decisiones. Trabajaste en casa, pero también fuera. Y sí, te casaste. Porque quisiste. Y con quien quisiste. Y tuviste dos niños, porque los dos pensasteis que era lo que queríais. Y ambos salíais a trabajar por la mañana y os ayudabais con las tareas y con la gestión del hogar. Y los dos decidíais qué veíais en la tele y dónde os ibais de vacaciones. Y él cocinaba y tú recogías la mesa. Y, a veces, él trabajaba más. Y otras, lo hacías tú. Buscabais la igualdad entre vosotros aunque os disteis cuenta de que lo que realmente queríais era la equidad.

Tú, sí, tú. Me enseñaste que los ideales se persiguen. Que no todo está marcado y que no hay que seguir la línea. Que podemos tomar decisiones, decidir, hablar, escuchar, dialogar, llegar a acuerdos. Que no siempre tenemos razón y que no siempre tenemos que dársela a los demás. Que la vida hay que lucharla, para bien o para mal.  Que los sueños se cumplen, pero hay que soñarlos, recordarlos y luchar por ellos. Que tenemos que aprovechar las oportunidades. Que todos somos diferentes. Pero que, todos, somos iguales.




miércoles, 7 de febrero de 2018

El ímpetu del primer salto

Ese día estaba nervioso. Muy nervioso. Me levanté con un ansia contenida en el pecho y salí a dar una vuelta para que me diera el fresco en la cara. Era febrero así que un airecillo fresco me ponía coloradas las mejillas.

Cuando volví al calor de la chimenea me lo dijeron: era el día. Lo sabía. Lo había notado desde que me levanté. Cogí los bártulos que tenía preparados, agarré a Margara del brazo y nos fuimos a la cochera. En media hora estábamos allí, expectantes.

Habían pasado seis meses desde que nos lo dijeron. ¡Nuestra hija iba a tener un hijo! Parecía ayer cuando la acunábamos a ella, sin saber cómo hacer las cosas, aprendiendo todo desde cero, mirando su carita expresiva e intentando saber qué quería cuando lloraba o cuando nos sonreía. Y ahora ella iba a ser la que iba a vivir esa experiencia.

Esos meses habían sido increíbles. Ver cómo le crecía la barriga, notar los movimientos de Lucía, poner la mano y sentir sus pies, sus manos... 

Sentía que la conocía ya. Sabía cómo iba a ser todo: qué haría y cómo pasaría. El proceso iba a ser largo, no lo iba a poner fácil, pero saldría con ímpetu y con ganas de hacer cosas. Iba a ser una persona inquieta y eso lo íbamos a ver desde el principio. Querría conocer todo. Sería risueña y nos encandilaría con su sonrisa desde el principio.

No me confundí ni un poquito. Lucía vino al mundo de un salto. Y siguió saltando siempre. Llegó sin llorar y con una mueca-sonrisa dibujada en la boca.

En cuanto la vi, sentí que sabía todo sobre ella. La reconocería siempre. Fuimos con ella a una sala con más recién nacidos y vi dónde la colocaban. Segunda fila, tercera por la izquierda.

Ese día, de nervios contenidos, hicimos de anfitriones. Margara y yo. Hinchados de orgullo. Recibíamos, saludábamos y les contábamos cómo había llegado de un salto.

Los más intrépidos querían conocerla. Solo a ellos, les llevábamos a la sala con todos los niños, durmiendo boca abajo.
Cuando fuimos con mi cuñada, señalé a Lucía. Sorprendida me dijo: '¿¡Hasta por el culo la conoces ya!?'.

Segunda fila, tercera por la izquierda. Y sí, por el culo la conocía ya. Sabía todo de ella. Hasta sabía que iba a nacer saltando.


lunes, 5 de febrero de 2018

Nariz roja y un manto blanco sobre los hombros

¡Nieva! Estaba tan relajado, tomándome un café con leche, y, cuando me acerqué a la ventana, vi que caían copos gigantes, con mucha fuerza, y que el suelo empezaba a cubrirse.

Fui hacia la cocina, unté unas galletas en el café y pensé que lo bueno de no trabajar ya era que podía irme de paseo en cualquier momento. Y que eso era lo que iba a hacer.

Cogí el teléfono y llamé a su casa. Quedé en 1 hora allí. Con un poco de suerte, el suelo ya estaría blanco. A las 11 pasé por allí para recoger a Lucía. ¡Hay abrazos que te calientan el alma y Lucía era experta en darlos!

Hinchado de orgullo caminaba con ella de la mano, dando saltitos, mientras se le ponía la nariz roja y el gorro se iba cubriendo de blanco. "Abuelito, abuelito, ¡está nevando!". La sonrisa que tenía en la cara reflejaba solo una parte de lo contenta que estaba. ¿Habrá una razón científica para que la nieve ilumine tanto la mirada de un niño?

Después de 10 minutos de paseo, llegamos al parque. Los columpios, blancos. Los árboles, blancos. La arena, totalmente cubierta por la nieve. En un lateral se había acumulado la nieve más de lo normal y fuimos corriendo hacia allí. Lucía hizo una pseudo bolita y me la tiró. Yo hice otra pseudo bolita y se la lancé. Con la nieve cubriéndonos los hombros, nos pusimos a recoger toda la que pudimos para hacer un pequeño muñeco de nieve.

Mejillas sonrosadas. Sonrisa blanca. Manos rojas. Gorro blanco. Abrazos grandiosos. Esto es lo que yo llamo pasar un día estupendo.



martes, 30 de enero de 2018

¿Dónde está todo el forosforo de la pesca?

Mi abuela es la mejor cocinera del mundo. He probado comida de muchas abuelas pero ella hace el cabrito como nadie más que conozco. Me encanta comerlo con los dedos, relamiendo y buscando cualquier trocito de carne que quede entre los huesos.

Normalmente lo comemos en Navidad pero a veces le pedimos que nos lo haga otros días también. Cuando se lo decimos, va al súper y vuelve cargada con una bolsa que tiene pinta de pesar un montón. Se pone el mandil, se encierra en la cocina y para cenar tenemos la mejor comida del mundo.
A veces me cuesta comérmelo porque luego estoy empazonado un rato. Pero, aun así, merece la pena.

Si te digo la verdad, la verdad de la buena, es la mejor cocinera de cabrito. Otras cosas no le salen tan ricas. Pero a ella no se lo voy a decir.

Hubo un día, cuando era pequeño, tendría un año o dos, que me puso pesca. Pesca cocida. Sin mayonesa ni nada. No sé, pensaría que tenía los dientes pequeños y no podía morder todavía. Llegué con toda la ilusión de pasar el día con abuelita, jugando al balón y persiguiéndola por el pasillo, cenar con ella y dormir acurrucado en el sofá... y va y me pone pesca cocida para cenar. Y no la cola del pescadito. No. La cabeza, con ojitos y todo, porque era lo más rico y donde estaba todo el forosforo (o algo así dijo. Empezaba por f seguro).

A mí, que era pequeño, no me gustó nada. Ahora que ya soy mayor (tengo siete años para ocho) a lo mejor me gustaría más. De todas maneras, prefiero el cabrito.

La próxima vez que vaya a su casa le voy a preguntar qué hay de cena. Si hay pesca cocida, creo que me dolerá mucho la barriga y me quedaré en casa. Comeré pesca igual, pero al menos mi madre no me dará la cabeza.


martes, 23 de enero de 2018

Y, de un salto, ¡al suelo!

Me llamo Félix. Tengo 75 años. Y soy un abuelo. Mejor dicho, un abuelito. Hace unos años, unos cuantos ya, me hice abuelo. Bueno, no me lo hice yo solito. Fue gracias a mi hija. Ella me hizo abuelo. Ahí comenzó mi nuevo rol.
A lo largo de mi vida he sido muchas cosas: bebé, niño, adolescente, jovencito, adulto, amigo, amante, novio, marido, padre, trabajador, voluntario, jubilado... y abuelo. Bueno, fui abuelo antes que jubilado, pero me gusta más ser abuelito sin tener que poner el despertador para ir a trabajar.

Recuerdo ese día como si fuera ayer. Seguramente para mi nieto fuera ayer, porque con 7 años que tiene, el tiempo pasa de otra manera. Fue un sábado. Era un día de invierno, de los de frío, de llevar gorro y guantes y echar humo por la boca. Como diría él: "Hacía mucho frío. Del de verdad".

Esa mañana me levanté, desayuné, me vestí y salí a la calle, a pasear. En casa de mi hija, él hacía lo mismo, pero acompañado por dibujos animados en la tele. Cuando yo volvía a casa, él ya estaba vestido. Y cuando sonó el teléfono para que le fuera a buscar y le llevara al parque, los dos estábamos listos.

Abrigo, gorro, bufanda y al frío. Pasé a recogerle y nos fuimos todo lo rápido que daban sus piernas al parque. Llegamos en nada, aunque a él se le hizo un mundo porque tenía muchas ganas de ir a ver a los patos. Y allí estaban. Con el agua medio congelada pero ellos nadaban como si nada. Dimos una vuelta al laguito y fuimos a los columpios. Allí había muchos más niños, de su edad, corriendo, saltando, cayendo, subiendo y bajando por el tobogán (sí, digo bien, no por las escaleras, sino por el tobogán).

Me senté en un banco y me puse a mirarles. El tiempo se pasaba volando. Les veía sonreír mientras hablaban de sus cosas. Se cedían el paso para subir a los columpios o se colaban unos delante de otros. La infancia era tan bonita y tan rápida que esperaba que ese momento fuera para siempre. Y, de repente, pasó. Ahí estaba. Subido en lo alto del tobogán y, en un segundo, estaba en el suelo. No he visto en toda mi vida caer a nadie tan rápido. Juraría que no había resbalinado siquiera. Creo que llegó al suelo desde lo alto del tobogán.

De un brinco me puse en pie y fui hacia él. Lloraba. Mi pobre nieto lloraba como si no hubiera mañana. Le abracé y le di un beso en la cabeza mientras le decía que solo había sido un susto. Pero no había nada que le consolara. Seguía llorando mientras a mí me dolía el cuerpo del golpe que se había pegado él. Tras dos minutos de intensas lágrimas conseguí que se pusiera en pie, le di la mano y fuimos andando. Los mocos le caían por las mejillas, mezclados con el agua salada.

Salimos del parque y fuimos hacia el lago. Las lágrimas ya se le habían secado. Un pato se acercó a nosotros y saqué un trozo de pan del bolsillo (los abuelitos estamos preparados para todo). Se lo puse en las manos mientras le limpiaba las mejillas y, sonriente ya, se lo acercó al pico para que comiera.

De camino a casa, no había ni rastro de la caída. Ni rasguños ni lloros. Él no se acordaba de nada. A mí me seguía doliendo el cuerpo entero.

Creo que ser abuelo es el mejor trabajo. Aunque a veces sufres cuando tu nieto aterriza, merece la pena. Si vuelve a caerse, intentaré estar debajo para sujetarle. Aunque no puedo prometer nada. Fue todo muy rápido. Visto y no visto. Yo creo que saltó.



miércoles, 17 de enero de 2018

Mi abuelo y el Ratón

¡Hola! Soy Lucía. Tengo 8 años para 9. Ya tengo los paletos de los dientes de mayores y se me mueve un colmillo. A Miriam, mi compi de pupitre, se le han caído ya dos, así que a mí no creo que me falte mucho. Todas las noches lo meneo para delante y para detrás a ver si así se cae antes.
En el cole tengo algunos amigos que ya no tienen ningún diente de leche. O eso me dicen. No sé si será verdad. Pero bueno, me da un poco igual, porque en un mes ya no tendré este colmillo. Si no se me cae solo, le voy a poner un cordel alrededor, lo ataré a la manilla de una puerta y la cerraré de golpe.
Mi abuelo dice que no haga eso. Él sabe mucho de dientes. Cuando era más pequeña, él me quitó uno. Me sentó en la tapa del water, me echó la cabeza para atrás y, sin hacerme daño, me lo quitó. No sé cuál era. Creo que el más grande de arriba.
Esa noche, abuelito me acompañó a dormir porque estaba en su casa. Se sentó a los pies de la cama y, después de hacer la señal de la cruz, me dio un papelito enroscado, con el diente dentro, limpito. Me dijo que lo metiera debajo de la almohada, que él ya había hablado con el Ratoncito Pérez, y que si me dormía rápido y no me levantaba hasta las 8, aunque me hiciera mucho pis, me iba a dejar un paquetito o cinco duros.
En cuanto entornó la puerta para que no me diera la luz de la cocina en los ojos, me dormí. Y soñé con minas de dientes. Había muchos ratoncitos con botas grande y palas. Y también había unos cestos con paquetitos. A la mañana siguiente, asomé la nariz por la puerta para ver qué hora era. La aguja pequeña marcaba las 7 y me volví a la cama. No quería desobedecer al ratoncito. Y a mi abuelo menos.
Di unas vueltas en la cama, me conté un cuento que me sabía y me levanté de nuevo. La aguja ya estaba en el 8 y fui corriendo a hacer pis. Volví rápidamente y miré debajo de la almohada: había un paquetito, como los que había visto en mi sueño. Lo abrí. Y me fui a la cama de mis abuelos.
De un salto, me metí entre ellos mientras les enseñaba mi caja de pinturas nueva: era las que quería para terminar mi cuaderno de dibujo. ¡Qué listos el ratón y mi abuelo!
Así que, con el colmillo, tengo dos opciones. O tirar del cordel o avisar a mi abuelo. Si voy a su casa, le diré que me ayude.
Él sabe mucho de dientes. Y, además, conoce al Ratoncito Pérez. Creo que me lo quitará mi abuelo y usaré la técnica del cordel para mi primera muela. 





lunes, 1 de enero de 2018

Pequeños pasos, grrrandes ilusiones

Lucía se despertó ese día como cualquier otro, saltó de la cama y se fue al salón, a ver la tele antes de que se despertase nadie. En lo que bajaba los escalones, oyó un ruidito abajo. Se paró. Y escuchó. Papeles. Voces en bajito. Y Lucía se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras, de dos en dos. Se metió en la cama rápido y se tapó con el edredón la cabeza, para no ver ni oir nada más. Y se convenció de que se había dormido de nuevo cuando sacó la cabeza de bajo las sábanas y decidió que era el momento de volver a intentarlo.

Salió despacito de la cama y bajó los escalones, de uno en uno, sujetándose a la barandilla mientras le resbalaban los calcetines... Puso un pie en el suelo de la planta baja, luego otro... Y llegó al salón. La puerta estaba entreabierta y lo vio. Vio que había unas migajas en el suelo, un poquito de barro y... ¡la leche había desaparecido!

Lucía empezó a dar saltitos mientras decidía si abría la puerta, subía a despertar a sus hermanos, gritaba o entraba... Tenía tantas emociones que no sabía cuál elegir. Así que, sin pensarlo, optó por todas a la vez: se giró sobre sí misma y subió los escalones, de dos en dos, mientras gritaba a pleno pulmón: "¡Se lo han comido! ¡Han venido! ¡Bajad! ¡Corred! ¡Despertad".

Con el primer grito, sus hermanos ya estaban corriendo por el pasillo. Con el segundo, sus padres ya estaban bajando las escaleras. Con el tercero, ya estaban todos a la puerta del salón, impacientes... Porque, sí, es así, lo mejor de ser niño, y no tan niño, es seguir teniendo ilusión. Que la ilusión esté siempre. Como cuando éramos niños. No solo el 6 de enero. Todos los días.