lunes, 1 de enero de 2018

Pequeños pasos, grrrandes ilusiones

Lucía se despertó ese día como cualquier otro, saltó de la cama y se fue al salón, a ver la tele antes de que se despertase nadie. En lo que bajaba los escalones, oyó un ruidito abajo. Se paró. Y escuchó. Papeles. Voces en bajito. Y Lucía se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras, de dos en dos. Se metió en la cama rápido y se tapó con el edredón la cabeza, para no ver ni oir nada más. Y se convenció de que se había dormido de nuevo cuando sacó la cabeza de bajo las sábanas y decidió que era el momento de volver a intentarlo.

Salió despacito de la cama y bajó los escalones, de uno en uno, sujetándose a la barandilla mientras le resbalaban los calcetines... Puso un pie en el suelo de la planta baja, luego otro... Y llegó al salón. La puerta estaba entreabierta y lo vio. Vio que había unas migajas en el suelo, un poquito de barro y... ¡la leche había desaparecido!

Lucía empezó a dar saltitos mientras decidía si abría la puerta, subía a despertar a sus hermanos, gritaba o entraba... Tenía tantas emociones que no sabía cuál elegir. Así que, sin pensarlo, optó por todas a la vez: se giró sobre sí misma y subió los escalones, de dos en dos, mientras gritaba a pleno pulmón: "¡Se lo han comido! ¡Han venido! ¡Bajad! ¡Corred! ¡Despertad".

Con el primer grito, sus hermanos ya estaban corriendo por el pasillo. Con el segundo, sus padres ya estaban bajando las escaleras. Con el tercero, ya estaban todos a la puerta del salón, impacientes... Porque, sí, es así, lo mejor de ser niño, y no tan niño, es seguir teniendo ilusión. Que la ilusión esté siempre. Como cuando éramos niños. No solo el 6 de enero. Todos los días.


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