Me llamo Félix. Tengo 75 años. Y soy un abuelo. Mejor dicho, un abuelito. Hace unos años, unos cuantos ya, me hice abuelo. Bueno, no me lo hice yo solito. Fue gracias a mi hija. Ella me hizo abuelo. Ahí comenzó mi nuevo rol.
A lo largo de mi vida he sido muchas cosas: bebé, niño, adolescente, jovencito, adulto, amigo, amante, novio, marido, padre, trabajador, voluntario, jubilado... y abuelo. Bueno, fui abuelo antes que jubilado, pero me gusta más ser abuelito sin tener que poner el despertador para ir a trabajar.
Recuerdo ese día como si fuera ayer. Seguramente para mi nieto fuera ayer, porque con 7 años que tiene, el tiempo pasa de otra manera. Fue un sábado. Era un día de invierno, de los de frío, de llevar gorro y guantes y echar humo por la boca. Como diría él: "Hacía mucho frío. Del de verdad".
Esa mañana me levanté, desayuné, me vestí y salí a la calle, a pasear. En casa de mi hija, él hacía lo mismo, pero acompañado por dibujos animados en la tele. Cuando yo volvía a casa, él ya estaba vestido. Y cuando sonó el teléfono para que le fuera a buscar y le llevara al parque, los dos estábamos listos.
Abrigo, gorro, bufanda y al frío. Pasé a recogerle y nos fuimos todo lo rápido que daban sus piernas al parque. Llegamos en nada, aunque a él se le hizo un mundo porque tenía muchas ganas de ir a ver a los patos. Y allí estaban. Con el agua medio congelada pero ellos nadaban como si nada. Dimos una vuelta al laguito y fuimos a los columpios. Allí había muchos más niños, de su edad, corriendo, saltando, cayendo, subiendo y bajando por el tobogán (sí, digo bien, no por las escaleras, sino por el tobogán).
Me senté en un banco y me puse a mirarles. El tiempo se pasaba volando. Les veía sonreír mientras hablaban de sus cosas. Se cedían el paso para subir a los columpios o se colaban unos delante de otros. La infancia era tan bonita y tan rápida que esperaba que ese momento fuera para siempre. Y, de repente, pasó. Ahí estaba. Subido en lo alto del tobogán y, en un segundo, estaba en el suelo. No he visto en toda mi vida caer a nadie tan rápido. Juraría que no había resbalinado siquiera. Creo que llegó al suelo desde lo alto del tobogán.
De un brinco me puse en pie y fui hacia él. Lloraba. Mi pobre nieto lloraba como si no hubiera mañana. Le abracé y le di un beso en la cabeza mientras le decía que solo había sido un susto. Pero no había nada que le consolara. Seguía llorando mientras a mí me dolía el cuerpo del golpe que se había pegado él. Tras dos minutos de intensas lágrimas conseguí que se pusiera en pie, le di la mano y fuimos andando. Los mocos le caían por las mejillas, mezclados con el agua salada.
Salimos del parque y fuimos hacia el lago. Las lágrimas ya se le habían secado. Un pato se acercó a nosotros y saqué un trozo de pan del bolsillo (los abuelitos estamos preparados para todo). Se lo puse en las manos mientras le limpiaba las mejillas y, sonriente ya, se lo acercó al pico para que comiera.
De camino a casa, no había ni rastro de la caída. Ni rasguños ni lloros. Él no se acordaba de nada. A mí me seguía doliendo el cuerpo entero.
Creo que ser abuelo es el mejor trabajo. Aunque a veces sufres cuando tu nieto aterriza, merece la pena. Si vuelve a caerse, intentaré estar debajo para sujetarle. Aunque no puedo prometer nada. Fue todo muy rápido. Visto y no visto. Yo creo que saltó.
"Todo lo bueno en la vida nace de un salto al vacio"
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