martes, 30 de enero de 2018

¿Dónde está todo el forosforo de la pesca?

Mi abuela es la mejor cocinera del mundo. He probado comida de muchas abuelas pero ella hace el cabrito como nadie más que conozco. Me encanta comerlo con los dedos, relamiendo y buscando cualquier trocito de carne que quede entre los huesos.

Normalmente lo comemos en Navidad pero a veces le pedimos que nos lo haga otros días también. Cuando se lo decimos, va al súper y vuelve cargada con una bolsa que tiene pinta de pesar un montón. Se pone el mandil, se encierra en la cocina y para cenar tenemos la mejor comida del mundo.
A veces me cuesta comérmelo porque luego estoy empazonado un rato. Pero, aun así, merece la pena.

Si te digo la verdad, la verdad de la buena, es la mejor cocinera de cabrito. Otras cosas no le salen tan ricas. Pero a ella no se lo voy a decir.

Hubo un día, cuando era pequeño, tendría un año o dos, que me puso pesca. Pesca cocida. Sin mayonesa ni nada. No sé, pensaría que tenía los dientes pequeños y no podía morder todavía. Llegué con toda la ilusión de pasar el día con abuelita, jugando al balón y persiguiéndola por el pasillo, cenar con ella y dormir acurrucado en el sofá... y va y me pone pesca cocida para cenar. Y no la cola del pescadito. No. La cabeza, con ojitos y todo, porque era lo más rico y donde estaba todo el forosforo (o algo así dijo. Empezaba por f seguro).

A mí, que era pequeño, no me gustó nada. Ahora que ya soy mayor (tengo siete años para ocho) a lo mejor me gustaría más. De todas maneras, prefiero el cabrito.

La próxima vez que vaya a su casa le voy a preguntar qué hay de cena. Si hay pesca cocida, creo que me dolerá mucho la barriga y me quedaré en casa. Comeré pesca igual, pero al menos mi madre no me dará la cabeza.


martes, 23 de enero de 2018

Y, de un salto, ¡al suelo!

Me llamo Félix. Tengo 75 años. Y soy un abuelo. Mejor dicho, un abuelito. Hace unos años, unos cuantos ya, me hice abuelo. Bueno, no me lo hice yo solito. Fue gracias a mi hija. Ella me hizo abuelo. Ahí comenzó mi nuevo rol.
A lo largo de mi vida he sido muchas cosas: bebé, niño, adolescente, jovencito, adulto, amigo, amante, novio, marido, padre, trabajador, voluntario, jubilado... y abuelo. Bueno, fui abuelo antes que jubilado, pero me gusta más ser abuelito sin tener que poner el despertador para ir a trabajar.

Recuerdo ese día como si fuera ayer. Seguramente para mi nieto fuera ayer, porque con 7 años que tiene, el tiempo pasa de otra manera. Fue un sábado. Era un día de invierno, de los de frío, de llevar gorro y guantes y echar humo por la boca. Como diría él: "Hacía mucho frío. Del de verdad".

Esa mañana me levanté, desayuné, me vestí y salí a la calle, a pasear. En casa de mi hija, él hacía lo mismo, pero acompañado por dibujos animados en la tele. Cuando yo volvía a casa, él ya estaba vestido. Y cuando sonó el teléfono para que le fuera a buscar y le llevara al parque, los dos estábamos listos.

Abrigo, gorro, bufanda y al frío. Pasé a recogerle y nos fuimos todo lo rápido que daban sus piernas al parque. Llegamos en nada, aunque a él se le hizo un mundo porque tenía muchas ganas de ir a ver a los patos. Y allí estaban. Con el agua medio congelada pero ellos nadaban como si nada. Dimos una vuelta al laguito y fuimos a los columpios. Allí había muchos más niños, de su edad, corriendo, saltando, cayendo, subiendo y bajando por el tobogán (sí, digo bien, no por las escaleras, sino por el tobogán).

Me senté en un banco y me puse a mirarles. El tiempo se pasaba volando. Les veía sonreír mientras hablaban de sus cosas. Se cedían el paso para subir a los columpios o se colaban unos delante de otros. La infancia era tan bonita y tan rápida que esperaba que ese momento fuera para siempre. Y, de repente, pasó. Ahí estaba. Subido en lo alto del tobogán y, en un segundo, estaba en el suelo. No he visto en toda mi vida caer a nadie tan rápido. Juraría que no había resbalinado siquiera. Creo que llegó al suelo desde lo alto del tobogán.

De un brinco me puse en pie y fui hacia él. Lloraba. Mi pobre nieto lloraba como si no hubiera mañana. Le abracé y le di un beso en la cabeza mientras le decía que solo había sido un susto. Pero no había nada que le consolara. Seguía llorando mientras a mí me dolía el cuerpo del golpe que se había pegado él. Tras dos minutos de intensas lágrimas conseguí que se pusiera en pie, le di la mano y fuimos andando. Los mocos le caían por las mejillas, mezclados con el agua salada.

Salimos del parque y fuimos hacia el lago. Las lágrimas ya se le habían secado. Un pato se acercó a nosotros y saqué un trozo de pan del bolsillo (los abuelitos estamos preparados para todo). Se lo puse en las manos mientras le limpiaba las mejillas y, sonriente ya, se lo acercó al pico para que comiera.

De camino a casa, no había ni rastro de la caída. Ni rasguños ni lloros. Él no se acordaba de nada. A mí me seguía doliendo el cuerpo entero.

Creo que ser abuelo es el mejor trabajo. Aunque a veces sufres cuando tu nieto aterriza, merece la pena. Si vuelve a caerse, intentaré estar debajo para sujetarle. Aunque no puedo prometer nada. Fue todo muy rápido. Visto y no visto. Yo creo que saltó.



miércoles, 17 de enero de 2018

Mi abuelo y el Ratón

¡Hola! Soy Lucía. Tengo 8 años para 9. Ya tengo los paletos de los dientes de mayores y se me mueve un colmillo. A Miriam, mi compi de pupitre, se le han caído ya dos, así que a mí no creo que me falte mucho. Todas las noches lo meneo para delante y para detrás a ver si así se cae antes.
En el cole tengo algunos amigos que ya no tienen ningún diente de leche. O eso me dicen. No sé si será verdad. Pero bueno, me da un poco igual, porque en un mes ya no tendré este colmillo. Si no se me cae solo, le voy a poner un cordel alrededor, lo ataré a la manilla de una puerta y la cerraré de golpe.
Mi abuelo dice que no haga eso. Él sabe mucho de dientes. Cuando era más pequeña, él me quitó uno. Me sentó en la tapa del water, me echó la cabeza para atrás y, sin hacerme daño, me lo quitó. No sé cuál era. Creo que el más grande de arriba.
Esa noche, abuelito me acompañó a dormir porque estaba en su casa. Se sentó a los pies de la cama y, después de hacer la señal de la cruz, me dio un papelito enroscado, con el diente dentro, limpito. Me dijo que lo metiera debajo de la almohada, que él ya había hablado con el Ratoncito Pérez, y que si me dormía rápido y no me levantaba hasta las 8, aunque me hiciera mucho pis, me iba a dejar un paquetito o cinco duros.
En cuanto entornó la puerta para que no me diera la luz de la cocina en los ojos, me dormí. Y soñé con minas de dientes. Había muchos ratoncitos con botas grande y palas. Y también había unos cestos con paquetitos. A la mañana siguiente, asomé la nariz por la puerta para ver qué hora era. La aguja pequeña marcaba las 7 y me volví a la cama. No quería desobedecer al ratoncito. Y a mi abuelo menos.
Di unas vueltas en la cama, me conté un cuento que me sabía y me levanté de nuevo. La aguja ya estaba en el 8 y fui corriendo a hacer pis. Volví rápidamente y miré debajo de la almohada: había un paquetito, como los que había visto en mi sueño. Lo abrí. Y me fui a la cama de mis abuelos.
De un salto, me metí entre ellos mientras les enseñaba mi caja de pinturas nueva: era las que quería para terminar mi cuaderno de dibujo. ¡Qué listos el ratón y mi abuelo!
Así que, con el colmillo, tengo dos opciones. O tirar del cordel o avisar a mi abuelo. Si voy a su casa, le diré que me ayude.
Él sabe mucho de dientes. Y, además, conoce al Ratoncito Pérez. Creo que me lo quitará mi abuelo y usaré la técnica del cordel para mi primera muela. 





lunes, 1 de enero de 2018

Pequeños pasos, grrrandes ilusiones

Lucía se despertó ese día como cualquier otro, saltó de la cama y se fue al salón, a ver la tele antes de que se despertase nadie. En lo que bajaba los escalones, oyó un ruidito abajo. Se paró. Y escuchó. Papeles. Voces en bajito. Y Lucía se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras, de dos en dos. Se metió en la cama rápido y se tapó con el edredón la cabeza, para no ver ni oir nada más. Y se convenció de que se había dormido de nuevo cuando sacó la cabeza de bajo las sábanas y decidió que era el momento de volver a intentarlo.

Salió despacito de la cama y bajó los escalones, de uno en uno, sujetándose a la barandilla mientras le resbalaban los calcetines... Puso un pie en el suelo de la planta baja, luego otro... Y llegó al salón. La puerta estaba entreabierta y lo vio. Vio que había unas migajas en el suelo, un poquito de barro y... ¡la leche había desaparecido!

Lucía empezó a dar saltitos mientras decidía si abría la puerta, subía a despertar a sus hermanos, gritaba o entraba... Tenía tantas emociones que no sabía cuál elegir. Así que, sin pensarlo, optó por todas a la vez: se giró sobre sí misma y subió los escalones, de dos en dos, mientras gritaba a pleno pulmón: "¡Se lo han comido! ¡Han venido! ¡Bajad! ¡Corred! ¡Despertad".

Con el primer grito, sus hermanos ya estaban corriendo por el pasillo. Con el segundo, sus padres ya estaban bajando las escaleras. Con el tercero, ya estaban todos a la puerta del salón, impacientes... Porque, sí, es así, lo mejor de ser niño, y no tan niño, es seguir teniendo ilusión. Que la ilusión esté siempre. Como cuando éramos niños. No solo el 6 de enero. Todos los días.