sábado, 22 de diciembre de 2018

Por encima de las nubes

"Perspectiva". Eso me dijo mi abuelo aquel día. No recuerdo cuántos años tenía, creo que alrededor de 15 o 16. Mi vida se había derrumbado por unas cosas en el insti: una asignatura que no me salía, unos problemas con mis amigos, la chica que me gustaba no se gustaba de mi, me habían pillado fumando en un parque y mis padres me habían castigado... Lo veía todo cuesta arriba.

Pero él siempre me aconsejaba bien. Después de echarme la bronca, por supuesto. Me dijo que las cosas se ven muy mal cuando se está muy cerca, que a veces hay que alejarse para ver con claridad. Ese domingo me llevó a la montaña. A una cerca de casa a la que íbamos de vez en cuando a ver el cielo desde las alturas mientras escuchábamos el silencio. 

Ese día, mientras subíamos, bajó la niebla. No se veía nada. Teníamos que ir mirando al suelo para no caernos con las piedras. El suelo mojado de la humedad. Y tirar senda arriba. Cuando llegamos a lo alto, la niebla estaba bajo nuestros pies, en la loma de la montaña, y frente a nosotros teníamos un mar de nubes con un sol espléndido que nos cegaba los ojos. 

"¿Ves? Hay veces que todo se ve oscuro, avanzas despacio para no caerte, no tienes claro el camino... pero cuando llegas arriba, lo ves todo más claro. Y las cosas malas al cabo de un tiempo las ves mejor. Porque, aunque esté nublado, el sol siempre está ahí. Solo tienes que esperar para verlo. Y desde arriba, desde la distancia, todo se ve más claro y con mejor perspectiva". 

Unos años más tarde me acuerdo de esa niebla, de los resbalones, de las gotas cayendo por la nariz... Y de cuánto sabía mi abuelo. Porque es verdad. Al final, desde arriba, desde la distancia, mirando por encima de las nubes, sí se ven las cosas claras.




miércoles, 5 de diciembre de 2018

Miradas huidizas

Cuando era pequeño no lo entendía. Y mi abuelo no me decía nada. ¡Y mira que le pregunté!

Cuando fui más mayor me di cuenta, porque lo viví. Recordé todas aquellas veces que había visto esas situaciones en el parque mientras corría y perseguía a mis amigos.  Me gustaba una niña de clase y me pasó todo eso. Todo lo que recordaba.

Las miradas huidizas. El robo de un roce con las manos. El pensar sin querer. La risa nerviosa. Querer estar con ella siempre. La emoción de un beso en la mejilla. El miedo. Ponerme nervioso al verla. Otra vez las miradas. Darle vueltas al qué pasaría si. El no atreverme a nada. Disfrutar de cada momento con ella. Ver cómo se colocaba el pelo. Estudiar su sonrisa. Conseguir mirarle a los ojos y pensar que podía leerme el pensamiento.

Y, no recuerdo cómo, un día me atreví a darle la mano. Y las miradas huidizas pasaron a ser miradas sostenidas. Y otro día me envalentoné y le di un beso huidizo en los labios. Las sonrisas seguían siendo nerviosas. Y seguí con mariposas en el estómago. Siempre que la veía notaba ese revoloteo. Pero esas mariposas son las que me animaban cada día a ir al cole. Solo por verla.

Eso es lo que había visto siempre en el parque. Niños y niñas mayores que se miraban, se conocían, se acariciaban, se vivían. Se querían.