Cuando fui más mayor me di cuenta, porque lo viví. Recordé todas aquellas veces que había visto esas situaciones en el parque mientras corría y perseguía a mis amigos. Me gustaba una niña de clase y me pasó todo eso. Todo lo que recordaba.
Las miradas huidizas. El robo de un roce con las manos. El pensar sin querer. La risa nerviosa. Querer estar con ella siempre. La emoción de un beso en la mejilla. El miedo. Ponerme nervioso al verla. Otra vez las miradas. Darle vueltas al qué pasaría si. El no atreverme a nada. Disfrutar de cada momento con ella. Ver cómo se colocaba el pelo. Estudiar su sonrisa. Conseguir mirarle a los ojos y pensar que podía leerme el pensamiento.
Y, no recuerdo cómo, un día me atreví a darle la mano. Y las miradas huidizas pasaron a ser miradas sostenidas. Y otro día me envalentoné y le di un beso huidizo en los labios. Las sonrisas seguían siendo nerviosas. Y seguí con mariposas en el estómago. Siempre que la veía notaba ese revoloteo. Pero esas mariposas son las que me animaban cada día a ir al cole. Solo por verla.
Eso es lo que había visto siempre en el parque. Niños y niñas mayores que se miraban, se conocían, se acariciaban, se vivían. Se querían.
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