lunes, 29 de octubre de 2018

¡Un gamusino !

Era un sitio espectacular. E iba con él. Mi abuelito siempre me llevaba a los sitios más molones del mundo. Era un senderito entre árboles, con hojas en el suelo. Marrones y amarillas. Resplandecientes. Crujientes. El agua corriendo por los laterales y cayendo sobre nuestras capuchas desde los árboles. El cielo gris. El amanecer acechando. Llevaba mis botas de agua y el chubasquero. A él le tapaba una capa enorme. A nuestras espaldas, unas mochilas con unos bocatas y unas cantimploras (y un cacho de chocolate que había encontrado en un cajón en la cocina). La linterna en la mano hasta que saliese el sol. Y el tiempo. Teníamos todo el día para caminar sobre ese sitio de cuento.

Y, mientras caminábamos cantando, lo vi. Saltó de un arbusto a mi lado y corrió delante de mí, cruzando el camino, y se metió en un agujero de uno de los árboles al otro lado. Se me abrió la boca. Mucho. No había visto nunca uno.

Miré a mi abu y le pregunté, chillando, si era lo que yo creía. "¡¡¿¿Un gamusino??!!" Había ido muchos días en el pueblo a cazar y no había visto nunca ninguno y acababa de pasar por delante de mí.

Ágil. Peludo. Con cola larga. Ojos vivarachos. Y hocico de gato. Patas  que corrían un montón. Y saltaba. ¡Vaya salto pegó!

Fui corriendo al agujero a mirar. Me agarré al borde y, de puntillas, escudriñé dentro. No vi nada.

Mi abuelo vino y me aupó. Así veía mejor. Pero nada. Ya no estaba. No sé qué hizo. Cómo desapareció. Fue increíble. Lo había visto. Delante de mí. Tan bonito. Tan misterioso. Tan difícil de encontrar. ¡Y había visto uno!

Tuve una sonrisa en la boca todo el día. No dejé de contarle cómo me había saltado casi encima, cómo casi le había tocado y cómo corría. Cómo iba a salir otra noche a cazarlos solo para verlo de nuevo.

Cuando llegamos a casa se lo conté a todos. Les dije que lo había acariciado y que me había mirado desde el agujero. Les conté cómo se paró en medio del camino y nos miró mientras se rascaba el hocico.

Sigo acordándome del gamusino. De ese día de cuento. De cómo mi abuelo nunca me dijo que había sido una gineta. Que los gamusinos no existen. Pero ese día fui feliz. Y en algún momento aprendí que la imaginación nos puede llevar a sitios que nunca fueron pero que sin ella no vamos a ningún lado. Y sigo acordándome del gamusino. Porque, a mis taitantos, sigo creyendo en los gamusinos. En ese gamusino.

jueves, 11 de octubre de 2018

¿Locura transitoria?

Podría decir que éramos unas niñas, pero ya no. Teníamos pelo en pecho. Un día de conversación profunda. Hablando de cosas serias. De la vida. De la intensidad de lo que pasaba a nuestro alrededor. Y llegamos a una conclusión.

Todos estamos locos. A unos se les(nos) nota más. Y a otros se les(nos) nota menos. Cada uno que se coloque en el bando en el que mejor encaje.

Pero, ¿qué es es estar loco?

En Chile, loco es un molusco de carne comestible, pero dura, que se come guisado. En otros países latinoamericanos también se utiliza, en femenino, para hablar de una mujer que mantiene relaciones con varios hombres pero ninguna estable. Estas definiciones no nos valen para el tema en cuestión. Pero vienen bien como culturilla general.

Centrándonos en esa conversación, de esa tarde en un parque otoñal, rodeadas de hojas marrones y amarillas que cubrían el suelo, buscamos en la RAE las acepciones que podrían englobar a la mayoría de los mortales:

1. Que ha perdido la razón.

2. De poco juicio, disparatado e imprudente.

3. Dicho de una persona: entusiasmada o muy contenta. Loco de alegría.

4. Que siente gran amor o afición por alguien o algo. Está loca por Juan.


Venga, vale. Sí. Todos estamos locos. De una manera o de otra. Hacemos cosas sin pensar. Nos dejamos llevar. No siempre, pero alguna vez... ¿quién no ha hecho una locura?

Recordamos conversaciones pasadas. Hechos memorables. Y otros no tanto. Cosas confesables. Y otras inconfesables. Historias propias. E historias contadas. Nuestros recuerdos. Y los de los demás. Nuestras locuras. Y las de los otros. Hechos planeados. O repentizados.

Un viaje. Una salida nocturna. Una carrera. Un paseo. Una montaña. Unas cañas. Un "de perdidos al río". Un "no sé cómo qué". Un "hemos venido a jugar".  Un dejarse llevar. Un dejarse quedar.

Esa tarde de octubre, bajo una lluvia repentina, por fin, (nos) entendimos.

Son mil cosas. Cientos de opciones. Decenas de decisiones. Pequeñas. O grandes. Nuestras locuras. Esas que nos hacen ser así. Locos. Pero felices. 


martes, 9 de octubre de 2018

Intensa como la calima

Esos días en los que te pones a pensar, algo que no pasa a menudo, y decides buscar el significado de la palabra con la que la definirías: intensa.

Según la RAE, intenso tiene dos acepciones:

1. Que tiene intensidad
2. Muy vehemente y vivo

Vale. Con estas dos acepciones me quedaría con la segunda, porque viva está... pero el adjetivo que la define es más 'que tiene intensidad'. Así que entramos en un bucle infinito... o no.

Intensidad: grado de fuerza con que se manifiesta un agente natural, una magnitud física, una cualidad, una expresión, etc.

En este punto, creo que la intensidad es alta. Mirando alrededor percibes la calima (polvo o arena en suspensión cuya densidad dificulta la visibilidad), esa neblina que la persigue allí donde va.

Darlo todo siempre. Boca más rápida que las ideas. Primaria. Mente en continuo movimiento. Planes constantes. Intensa. Desde chica. Y hasta ahora. Y no tiene pinta de cambiar. Solo sé que hay que quererla como es. Que no es poco.