viernes, 29 de diciembre de 2017

Cuento de navidad: trocitos de azúcar

En la cabaña de piedra, estaba Pedro. Le acompañaban una manta de lana, hecha por su madre, una bota de vino, un mendrugo de pan y un poco de chorizo. A la luz de la lumbre, mientras buscaba formas entre las llamas, pensaba en lo que le había pasado durante el día cuando, de pronto, sonaron unos golpes en la puerta.

De un salto, Pedro se puso en pie y fue a abrir. Una ráfaga de aire frío entró, mientras pasaban tres personas, abrigadísimas. Tanto que solo se les veía la nariz. Pedro escudriñó entre las ropas y le pareció conocerlas, pero se giró rápido para cerrar de nuevo y no atisbó a ver quiénes eran.

Con la puerta ya cerrada, volvió hacia la lumbre. Se giró hacia los visitantes en silencio. Las narices de los tres le apuntaban. Pedro intuía que le miraban pero tampoco lo sabía a ciencia cierta porque las capuchas les tapaban los ojos. Uno era más alto y los otros más bajitos. Uno parecía que tenía barba. Otro tenía la nariz muy roja, con los mocos congelados. Y el otro... cuando se fijó en la tercera nariz, se dio cuenta. ¡Eran ellos!

Se acercó corriendo y les quitó las capuchas, abrazándoles a todos a la vez. El más alto le tocaba el pelo, el más pequeño se le agarraba como un koala, y el segundo más alto (segunda, para ser exactos) no dejaba de darle besos mientras le daba la mano.

No podía creer que hubieran ido hasta allí. Con el frío que hacía. Habían andado, lo menos, 3 horas para acompañarle ese día. Ese día que había empezado como cualquier otro, sacando a las ovejas y vigilándolas durante el día. Comiendo sentado en una piedra mientras miraba al horizonte. Recogiéndolas al anochecer mientras él se cobijaba en esa cabaña. Y ahí estaban ellos. Con unas mochilas de las que empezaron a sacar cositas envueltas en papel albal: unos langostinos, unas alitas de pollo (su comida favorita. ¡Allí para él!), unos trozos de turrón... Cuando sacaron todas las viandas, se sentaron en el suelo, cogieron la bota de vino, se la fueron pasando unos a otros, y empezaron a comer.

Al terminar la cena, María, su madre, sacó un bizcocho de la mochila y unas uvas. Cogieron el termo y, con un tenedor, dieron las doce campanadas. Se abrazaron de nuevo y se desearon un feliz año. Volvieron a abrazarse. Se bebieron la leche caliente mientras se comían el bizcocho y se durmieron. 

El 1 de enero, Pedro se despertó, con frío. En la chimenea solo quedaban unas brasas. Y de sus padres y de su hermana, ni rastro. Pedro se desperezó y sonrió.  Salió de debajo de la manta, abrió su mochila y sacó, del bolsillo de dentro, el cachito de azúcar que le quedaba: un poco de carbón dulce, de las navidades pasadas, que se había cogido para celebrar esos días allí, solo en la montaña, cuidando a las ovejas.

Cuando hincó el diente, revivió su infancia. La chimenea del pueblo, las panderetas, los villancicos. Sintió la nostalgia de esos años. Y salió. En ese momento llegaba Miguel, el pastor que iba  cuidar las ovejas la primera semana de enero. Se saludaron y se felicitaron el año, y Pedro echó a correr colina abajo.

Estaba a dos horas de casa. A dos horas de su familia. A dos horas de no tener que soñar que estaba con ellos. A dos horas de la comida de Año Nuevo. A dos horas de la chimenea. A dos horas de los villancicos. Y, dos horas, después de una semana, no son nada.




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jueves, 28 de diciembre de 2017

28 de diciembre de 2016: 8760 horas después

31.536.000 segundos. 525.600 minutos. 8760 horas. 365 días. 1 año. Y volvemos al mismo lugar que hace 31.536.000 segundos.

Santos Inocentes. Bromas. Risas. Incluso enfados.

También cañas, comidas, reencuentros, dulces, objetivos, recuerdos.

Rebobinamos.

Pensamos en ese papelito.

El de las ideas. Porque no llegaron a alcanzarse como objetivos.
El de los pensamientos. Porque no se convirtieron en cambios.
El de los posibles. Porque nunca fueron hechos.

Y pensamos en el sentido que tienen hoy. El mismo que hace 8760 horas.

Y echamos la vista atrás. Y miramos hacia adelante. Y le damos una vuelta a los objetivos. Pero a los más cercanos. ¿Qué  hacemos hoy? ¿Qué broma gastamos? Nada de pensar a 31.536.000 segundos vista. El hoy. El ahora. Hagamos. Bromeemos. Ríamos.



martes, 12 de diciembre de 2017

Perfectamente imperfectos

Nos empeñamos en ser perfectos y no nos damos cuenta de que ya lo somos. Cada uno lo somos en nosotros mismos.

Perfectamente nosotros.

Alto, bajo, gordo, delgado, con nariz respingona, orejas pegadas, orejas de soplillo, pecas, blanco, moreno, rubio, pelirrojo, castaño, deportista, montañero, casero, 'de bares', 'de cine', fiestero, pueblerino o urbanita.

Te pueden gustar las motos, los coches, los montes, los parques, las series, las pelis, el sofá, dormir, cocinar, comer o vaguear.

Y hasta puede que pases tu tiempo libre mirando al cielo, paseando, tomando cañas, viajando, soñando o imaginando.

Y, cuando piensas en tus defectos, te salen algunos, como gruñón, perfeccionista, con risa histriónica, pasota, poco conversador, demasiado hablador, observador (por demás), chistoso (de humor malo), poco cocinitas o desastre.

Da igual como seas. Eres perfecto. Perfectamente imperfecto. Genial. Único. Tú.