lunes, 24 de julio de 2017

¡Vivan los novios!

Sí. Nos alegramos poco por los demás. Pero un día te despiertas y tienes un plan. Un planazo. Y ahí sí te alegras. Ir a la boda de unos amigos es un día de felicidad para todos. Y no solo por ponernos guapos, que también. Es llevar como complemento una gran sonrisa en la boca.

Estás feliz por compartirlo con ellos. Por demostrarles lo que les aprecias. Porque ellos quieren compartir ese día contigo (y con los demás). Porque nos hacen partícipes de ese paso que han decidido dar. Por su compromiso. Por su alegría. Por su ilusión. Porque van a comer muchas perdices. Durante muchos años.

Porque, como dijo el cura el 22 de julio de 2017, en La Clerecía, a las 17.00 horas, es algo milagroso y maravilloso.

¡Que vivan los novios!




viernes, 21 de julio de 2017

Otro viaje en tren

Y ese día, soñó. Soñó con un viaje en tren, de esos que tanto le gustaban a ella. Soñó que la veía, que se la encontraba caminando por el vagón. Soñó que ese reencuentro era todo lo que habían esperado. Soñó que se miraban, que hablaban, que se rozaban las mejillas al saludarse. Inclusó sintió cómo se le erizaba la piel al tocarle la mano. Y, cuando se despertó, lo recordó. Ella ya no estaba, se había ido. Pero siempre le quedarían los sueños para verla de nuevo y, algún día, en algún lugar, se encontrarían.


miércoles, 12 de julio de 2017

Vivir: conjunto de pequeñas cosas

Desperezarse en la cama mientras haces la croqueta. Tomar un vaso de leche con galletas mientras miras por la ventana. Quitarte el pelo de los ojos cuando sopla el viento. Admirar un increíble color de cielo mientras atardece. Tumbarte en el suelo y descubrir figuras en las nubes. Encontrarte unas ferias en un pueblo y comerte un algodón de azúcar. Pasar al lado de un aspersor y que te empape. Comer el cuscurro, caliente, de un colón según sales de la panadería. Pintarte la lengua de azul con una piruleta. Ver una peli en el sofá con un cojín tapándote la barriga. Llenar un coche con globos. Darte un chapuzón cuando el calor aprieta. Encontrar un sitio paradisiaco sin buscarlo. Ir a un concierto, sin ganas, y que sea "el concierto". Encontrar una baliza después de un rato (muchos minutos) dando vueltas. Tumbarte en el jardín y hacer una cadena de risas. Pasear por una carretera solitaria. Engancharte a un libro y leerlo del tirón. Disfrutar de un amanecer a través de las ramas de un bosque. Ver un arcoiris. Subir a una torre y ver el horizonte. Descubrir un castillo abandonado. Observar las llamas de una chimenea. Dormirte en  el sofá y teletransportarte a la cama.

"Disfruta de las pequeñas cosas de la vida porque quizá, un día, mirarás hacia atrás y te darás cuenta de que eran las más grandes"


miércoles, 5 de julio de 2017

Don Juan, un aldeano de pro

Todo comenzó a finales de julio. Corría el año 67 y hacía un calor horrible. Un bochorno que no dejaba pensar.

La tarde de, no recuerdo bien, si el 17 o 18, los últimos médicos licenciados de la Universidad de Salamanca tenían que elegir su futuro. Y allí estaba él. Joven e inexperto pero con muchas ganas de aprender, a punto de decir el destino en el que iba a desarrollar los primeros meses de su carrera profesional. Una decisión que tenía muy meditada: iba a irse a un hospital de Madrid para convertirse en un gran cirujano. Ese había sido su sueño toda la vida. Y estaba a punto de lograrlo. Solo tenía que ver en qué posición estaba de la lista y esperar su turno para decir su destino en voz alta.

El calor. Ese calor tan horrible. Esa debía ser la razón por la que no veía su nombre. No podía ser. Había estudiado con todas sus fuerzas para estar de los primeros en la lista. Y no estaba. No leía su nombre en ningún folio. ¿Dónde estaba? Por fin. “Número 252. Juan Pérez Sánchez.”, leyó en voz alta. No se lo podía creer. Había 260 en la lista y solo 8 por detrás de él. Notó como la cabeza le daba vueltas y se sentó, en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared.

Madrid. Adiós. Ya no iba a poder ser. O sí. Quizá no sería cirujano pero podría hacer otra especialidad y cambiarse más adelante. Sí, eso haría.  

Empezaron a entrar en la sala en la que iban a decidir su destino. Estaba contento con su última decisión, aunque seguía sudando. Qué calor en la sala, bien podían abrir las ventanas. Observó a su alrededor: cinco personas sentadas en una larga mesa, un gran listado en un lateral y una persona de pie con un rotulador. Nada más. El que, intuyó, sería el presidente del acto, se levantó y leyó: ‘Número 1. Joaquín Pérez’. Y Joaquín se levantó, se acercó al listado, señaló con el dedo y dijo ‘Ramón y Cajal. Oftalmología’, mientras sonreía. Y esa opción la tacharon de la lista.
250 personas delante de él eligieron hospital, ciudad y especialidad. La número 251 se levantó y eligió Madrid. La última opción que quedaba en la capital. Sintió vértigo, no sentía los pies en el suelo. “Juan Pérez Sánchez”. Escuchó su nombre y se levantó. Se acercó al listado, mareado, con la vista perdida y con puntos blancos en su mirada. No podía pensar. Ya no había Madrid. Solo había 8 destinos. 8 destinos de los que no sabía nada. Levantó la mano derecha, la acercó al listado y señaló un lugar. No sabía cuál. Centró la vista y leyó, en una voz apenas audible: ‘Aldea del Obispo. Medicina general’. Y bajó del estrado mientras tachaban su futuro y dejaban solo 7 lugares disponibles.

Aldea del Obispo. ¿Dónde estaba? ¿Qué había? ¿Qué iba a hacer allí? Medicina general. Sí, pero, ¿y las operaciones? ¿Y el hospital? ¿Y el ajetreo de la gran ciudad? Las gotas de sudor le caían por la espalda mientras salía del edificio. Se sentó en un banco.  Respiró aire caliente. Olía a tierra mojada. Y empezó a llover. Muy fuerte. Para limpiar el ambiente cargado. Y, de paso, para limpiarle a él. Y se levantó y anduvo. Dejó de sudar. Y empezó a pensar en el futuro.

Ese que vivió hasta ayer. Mi gran amigo. El que me contaba todas sus historias. El que llegó a Aldea sin esperanza y sin planes y encontró más de lo que podía esperar.

Ese año, en el 67, Don Juan vino a este pueblo para ejercer una profesión que no conocía más que de los libros. Empezó sin experiencia y sin ideas. Cuando llegó era un joven con ganas de aprender todo. Y eso hizo. Ese verano, aprendió a poner inyecciones, a escuchar los problemas de la gente en la consulta, a auscultar y a despertarse en medio de la noche para coser una pitera. La experiencia le enseñó a diagnosticar, a curar, a ayudar y a entender. Y con cada una de las personas que entró en su consulta siempre aprendió algo. Al cabo de unos años, dejó de vivir de alquiler y se hizo su casa en un terreno que compró. No era muy grande, pero tenía un despacho donde atendía a los pacientes cuando había urgencias.

Y siguió aprendiendo de su profesión mientras hacía amigos. Y muchas veces pensaba en ese día, 17 o 18 de julio, cuando leyó, en voz alta muy bajita, ‘Aldea del Obispo’. La mejor decisión que pudo tomar. Porque en Aldea no solo se convirtió en médico, también creció, maduró y se hizo mejor persona. Aquí conoció gente, ideas, valores, sentimientos. En Aldea también se enamoró. Y en Aldea nacieron sus hijos. Aldeanos de pro, desde las raíces.

En Aldea hizo su vida. Toda su vida. Hasta ayer. Que se fue sin decir adiós. Pero, al menos, durante todos estos años, tuvimos la oportunidad de conocerle, de tratarle, de enseñarle, de aprenderle. Porque fue un buen hombre. Un gran médico. Un gran contador de historias. Una gran persona. Un aldeano de pro. 





P.D. A los médicos rurales.