Era un sitio espectacular. E iba con él. Mi abuelito siempre me llevaba a los sitios más molones del mundo. Era un senderito entre árboles, con hojas en el suelo. Marrones y amarillas. Resplandecientes. Crujientes. El agua corriendo por los laterales y cayendo sobre nuestras capuchas desde los árboles. El cielo gris. El amanecer acechando. Llevaba mis botas de agua y el chubasquero. A él le tapaba una capa enorme. A nuestras espaldas, unas mochilas con unos bocatas y unas cantimploras (y un cacho de chocolate que había encontrado en un cajón en la cocina). La linterna en la mano hasta que saliese el sol. Y el tiempo. Teníamos todo el día para caminar sobre ese sitio de cuento.
Y, mientras caminábamos cantando, lo vi. Saltó de un arbusto a mi lado y corrió delante de mí, cruzando el camino, y se metió en un agujero de uno de los árboles al otro lado. Se me abrió la boca. Mucho. No había visto nunca uno.
Miré a mi abu y le pregunté, chillando, si era lo que yo creía. "¡¡¿¿Un gamusino??!!" Había ido muchos días en el pueblo a cazar y no había visto nunca ninguno y acababa de pasar por delante de mí.
Ágil. Peludo. Con cola larga. Ojos vivarachos. Y hocico de gato. Patas que corrían un montón. Y saltaba. ¡Vaya salto pegó!
Fui corriendo al agujero a mirar. Me agarré al borde y, de puntillas, escudriñé dentro. No vi nada.
Mi abuelo vino y me aupó. Así veía mejor. Pero nada. Ya no estaba. No sé qué hizo. Cómo desapareció. Fue increíble. Lo había visto. Delante de mí. Tan bonito. Tan misterioso. Tan difícil de encontrar. ¡Y había visto uno!
Tuve una sonrisa en la boca todo el día. No dejé de contarle cómo me había saltado casi encima, cómo casi le había tocado y cómo corría. Cómo iba a salir otra noche a cazarlos solo para verlo de nuevo.
Cuando llegamos a casa se lo conté a todos. Les dije que lo había acariciado y que me había mirado desde el agujero. Les conté cómo se paró en medio del camino y nos miró mientras se rascaba el hocico.
Sigo acordándome del gamusino. De ese día de cuento. De cómo mi abuelo nunca me dijo que había sido una gineta. Que los gamusinos no existen. Pero ese día fui feliz. Y en algún momento aprendí que la imaginación nos puede llevar a sitios que nunca fueron pero que sin ella no vamos a ningún lado. Y sigo acordándome del gamusino. Porque, a mis taitantos, sigo creyendo en los gamusinos. En ese gamusino.
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