"¿En el cole?", le contesté mientras ojeaba una página del periódico.
"No, en el cole hoy. En clase no ha pasado nada. Solo que en el recreo jugamos al pilla-pilla y me la quedé mucho rato. Sergio corría mucho y no le pillé ni una vez", comentó en voz baja mientras seguía dibujando, cambiando de un color a otro. Miré su obra de arte: creo que estaba intentando dibujar un sol pero plasmar algo en un papel no es un don de esta familia, aunque a él se le daba mejor que a mí, desde luego.
Al cabo de unos minutos, empezó a contarme una historia: "En el parque antes, abuelo, en el tobogán. Vino el niño del chándal del fútbol. Nos habíamos enfadado porque un día me empujó y me caí. ¿Ves esta costra?" - dijo mientras se señalaba un codo raspado - "Fue su culpa. Pero hoy ha venido a jugar conmigo. Y me ha dado un poco de su chocolatina. Así que creo que ya somos amigos de nuevo".
Y nada más. Así acabó la conversación ese día. Y así se zanjó el tema.
Unos días más tarde me fijé con quién jugaba en el parque: su nuevo más mejor amigo era el niño del chándal. Corrían por todos lados, jugaban al escondite y se tiraban globos de agua.
Con él aprendo las cosas importantes que nos rodean. Olvidar lo que no sirve para nada, el pasado que ya no podemos cambiar. Sonreír y disfrutar de cada momento con la eternidad que dura. Correr en el parque. Recibir el aire en la cara mientras deslizas tobogán abajo. Y a dibujar soles: siempre con ojos y una enorme sonrisa.
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