Chupachups, gominolas con azúcar o jamones. Había siempre de
todas las formas, colores y tamaños. Valían tanto para arreglar un mal día como
para endulzar uno bueno. Si estabas triste, las comías llorando. Y, si estabas
contento, las engullías sonriendo.
Bolsas transparentes o de colores. Cajas. Cestas. O en la
mano.
La tienda de gominolas. La tienda de chuches. Más grande o más
pequeña. Daba igual. Era su tienda.
Ella, de pequeña, tenía la duda de con quién viviría si a
sus padres les pasaba algo. ¿Viviría con su madrina que tenía una casa con
gominolas? ¿O viviría con él, su padrino, que tenía la tienda de gominolas?
Preocupaciones de la infancia. Elecciones que, por suerte, nunca tuvo que
tomar.
Hoy, años después, se acuerda de todas esas cosas. De las tardes de domingo en la tienda. De las visitas a su casa, de pequeña y de mayor. De las llamadas por cumpleaños. O de las llamadas porque sí. De las gominolas. Esas que le acompañaron de pequeña y que todavía le ayudan a alegrar un día triste.
Regalices, bolas de azúcar, fresas... Siempre le gustaron
más las de color rojo. Y él lo sabía, pero le daba de todos los colores para
que conociese nuevos sabores.
Ella sabe que su afición, o adicción, creció esas tardes en
la frontera. Con esas bolsas pequeñas o grandes llenas de sueños dulces. Por
esos subidones de azúcar. Por ese cariño que notaba con cada mordisco. Por ese
padrino que un día su padre eligió poner en su camino.
Gracias por tanto. Gracias por todo. Gracias por
endulzar(nos) la vida. Siempre. Hasta sin tienda.
Llorando he acabado de leerlo !!!! 😘😘😘😘😘😘
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