De un salto, Pedro se puso en pie y fue a abrir. Una ráfaga de aire frío entró, mientras pasaban tres personas, abrigadísimas. Tanto que solo se les veía la nariz. Pedro escudriñó entre las ropas y le pareció conocerlas, pero se giró rápido para cerrar de nuevo y no atisbó a ver quiénes eran.
Con la puerta ya cerrada, volvió hacia la lumbre. Se giró hacia los visitantes en silencio. Las narices de los tres le apuntaban. Pedro intuía que le miraban pero tampoco lo sabía a ciencia cierta porque las capuchas les tapaban los ojos. Uno era más alto y los otros más bajitos. Uno parecía que tenía barba. Otro tenía la nariz muy roja, con los mocos congelados. Y el otro... cuando se fijó en la tercera nariz, se dio cuenta. ¡Eran ellos!
Se acercó corriendo y les quitó las capuchas, abrazándoles a todos a la vez. El más alto le tocaba el pelo, el más pequeño se le agarraba como un koala, y el segundo más alto (segunda, para ser exactos) no dejaba de darle besos mientras le daba la mano.
No podía creer que hubieran ido hasta allí. Con el frío que hacía. Habían andado, lo menos, 3 horas para acompañarle ese día. Ese día que había empezado como cualquier otro, sacando a las ovejas y vigilándolas durante el día. Comiendo sentado en una piedra mientras miraba al horizonte. Recogiéndolas al anochecer mientras él se cobijaba en esa cabaña. Y ahí estaban ellos. Con unas mochilas de las que empezaron a sacar cositas envueltas en papel albal: unos langostinos, unas alitas de pollo (su comida favorita. ¡Allí para él!), unos trozos de turrón... Cuando sacaron todas las viandas, se sentaron en el suelo, cogieron la bota de vino, se la fueron pasando unos a otros, y empezaron a comer.
Al terminar la cena, María, su madre, sacó un bizcocho de la mochila y unas uvas. Cogieron el termo y, con un tenedor, dieron las doce campanadas. Se abrazaron de nuevo y se desearon un feliz año. Volvieron a abrazarse. Se bebieron la leche caliente mientras se comían el bizcocho y se durmieron.
El 1 de enero, Pedro se despertó, con frío. En la chimenea solo quedaban unas brasas. Y de sus padres y de su hermana, ni rastro. Pedro se desperezó y sonrió. Salió de debajo de la manta, abrió su mochila y sacó, del bolsillo de dentro, el cachito de azúcar que le quedaba: un poco de carbón dulce, de las navidades pasadas, que se había cogido para celebrar esos días allí, solo en la montaña, cuidando a las ovejas.
Cuando hincó el diente, revivió su infancia. La chimenea del pueblo, las panderetas, los villancicos. Sintió la nostalgia de esos años. Y salió. En ese momento llegaba Miguel, el pastor que iba cuidar las ovejas la primera semana de enero. Se saludaron y se felicitaron el año, y Pedro echó a correr colina abajo.
Estaba a dos horas de casa. A dos horas de su familia. A dos horas de no tener que soñar que estaba con ellos. A dos horas de la comida de Año Nuevo. A dos horas de la chimenea. A dos horas de los villancicos. Y, dos horas, después de una semana, no son nada.
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