Era la primera vez que viajaba sola. Tenía 18 años recién
cumplidos y era EL viaje. Acabábamos de terminar el instituto y nos esperaba el
último verano sin hacer nada. Pasábamos del colegio a la universidad. Teníamos tres
meses por delante para disfrutar después de los agobios de los cuatro últimos
años: BUP y COU, la selectividad, las decisiones de qué queríamos ser de
mayores, las primeras salidas nocturnas, los problemas de la adolescencia, la
presión de la responsabilidad, los exámenes...
Pero esto había acabado. Aquel 24 de junio comenzaba nuestro
verano.
Habíamos quedado a las 6.30 en la estación de autobuses para
emprender la aventura. 8 o 9 horas de autobús no eran nada para lo que nos
esperaba.
Hasta Ávila muchos fuimos durmiendo. Los que aguantaron
despiertos se contaban la vida de los últimos dos días y también aprovechaban para hacer alguna foto a los que estaban con la boca abierta y la baba cayendo
por la comisura de los labios. Alguno daba cabezazos sobre un cojín pequeño que
había metido en la mochila y otros escuchaban los últimos éxitos en el walkman.
Pero, al hacer la parada abulense, todo cambió. Ninguno siguió durmiendo y
empezamos a disfrutar de nuestro viaje. Nos colocamos de la manera más parecida a un círculo que nos
permitían los asientos y comenzamos.
Hicimos un recorrido a través del tiempo, de nuestra
historia. Cuatro años de amigos del colegio, de anécdotas de clase, de amoríos
entre compañeros, de vueltas a casa a mediodía, de salidas nocturnas y de
paseos por el parque. Cuando ya no se nos ocurrían más anécdotas, jugamos a la
botella y al conejo de la suerte. Juegos de colegio en un autobús, donde daba
más emoción.
Cantamos. Cantamos y mucho. No solo canciones de la época,
también del pasado: canciones de campamento, canciones de los 80 y alguna que
nos acordábamos de principios de los 90. Y volvimos a jugar: beso, verdad o
atrevimiento. Y recordamos más anécdotas de esos años. Nos reímos de las
chorradas. Y lloramos porque todo se hubiera acabado. Porque cada uno íbamos a
estudiar una carrera y nos íbamos a separar. Pero al momento nos daba igual.
En las paradas hasta llegar a Benidorm bajábamos y
saltábamos agarrados como una piña, y volvíamos a reír. Y subíamos de nuevo,
continuando nuestra aventura. Y, sin darnos cuenta, el autobús se detuvo, en su
última parada del viaje. Salamanca - Benidorm.
Nos esperaban 7 días de vacaciones. Solos. Sin padres. Sin
preocupaciones. Sin estudios. Sin responsabilidades. 7 días de los 3 meses que
nos quedaban por delante.
Ese viaje, que comenzó en autobús, continuaba en tierra
firme. Sin ruedas. Sin movimiento. Pero seguía. Hasta que, en 168 horas,
cogiéramos el bus de vuelta. 168 horas para nosotros. Lo que pasara en
Benidorm, se quedaría en Benidorm. Y en el habitáculo del bus a Salamanca
donde, seguro, recordaríamos todos los detalles de ese primer viaje. De NUESTRO
viaje.